Oración en tiempo
de ayuno
10 de abril de 2023
Cuando se está bajo la vibración de
la Clemencia y la Misericordia, las mejores bondades del ser, afloran.
Cuando se está en el reconocer la Providencia,
como el fundamento del desarrollo de nuestros recursos, descubrimos nuestras
capacidades, incrementamos nuestro compromiso, y nos hacemos servidores de las
necesidades. Y con ello arriba el beneplácito de lo cumplido, la alegría de
estar...; de estar enviado con un propósito y con una trascendencia que no
alcanzamos a entender, comprender... No está en esas esferas.
Las dinámicas de la Providencia están
en el zigzag del encuentro casual, de lo imprevisible, lo inesperado, la
sorpresa, la idea...
Ese “eureka” que no se sabe.
Y en eso reside su virtud: en no
saberlo. Y el intento por saberlo diluye la sensibilidad.
Esa prepotencia de consciencia de
saber, como mecanismo de poder..., debe ser, al menos, reevaluada.
La Llamada Orante del ayuno nos
muestra hoy nuestra posición de ir descubriendo, sin buscar; de ir aprendiendo,
sin estudiar; de ir dándose cuenta de cómo transcurren los aconteceres, y
apreciar la mágica casualidad de mis pensamientos, de mis ocurrencias, del
momento en donde estoy, de con quién me encuentro, de quién me encuentra, de
qué me piden, de qué puedo servir.
Habitualmente se tiene una esfera de
influencia en la que el ser domina, controla y sabe. Fuera de esa esfera de influencia, no... no quiere ni
escuchar ni ver. No.
Se busca la zona de confort de los
criterios establecidos, y así tener la seguridad del no conflicto.
Y resulta que cuando estamos bajo ese
“ay-uno” de Clemencia, Misericordia, Providencia... nos encontramos en el
asombro permanente de pequeñas situaciones, e incluso podemos concatenar
aconteceres cercanos o a distancia.
Y así podemos ver cómo... –simplificando
mucho- cómo hay como dos formas:
O bien me siento el ignorante
inocente, aplicado en mis capacidades, sumiso y humilde, sabiendo que mi
actitud y mi referencia no es de mi dominio...
O bien la de sentirme protagonista,
dueño y señor de mi cuerpo, de mi casa, de mi bicicleta, de mi pan, de mi agua...
Eso va a suponer, evidentemente, una
disputa continua, que ciertamente hace sentir, al ser, protagonista; dueño y señor
de su libre albedrío.
Es –ciertamente- mucho simplificar,
esas dos opciones.
Pero sí puedo reconocerme... –y no es
demasiado esfuerzo- sí puedo reconocerme ignorante: sé esto, aquello y lo otro,
y ya.
Y eso nos lleva a un estado de
humildad y de sumisión práctica, en la que abordamos los tránsitos en los que
estamos, con esa ignorancia y con esa solvencia de inocencia.
Eso no va a ser una excusa para que
sepamos, conozcamos y tengamos un criterio de las fuerzas del poder, y lo que
nos condicionan. Por supuesto que no. Eso debe estar en activo. Pero no es
prioritario; no es referencial. Es precaución.
Existe una crítica, un “pero”, una
desconfianza... y un continuo acto de ‘des- humor’ transformado en queja. Y,
bajo esas condiciones, la escucha está tamizada, la impresión está adormecida...
y el predominio del control y la condena del resto, está ahí de manera
permanente.
Y así, cada vez que la queja, la
crítica, el prejuicio y el malestar ronden, es el momento para sentirse ayunando de esos factores: ayuno de
quejas, ayuno de críticas, ayuno de disconformidad, ayuno...
Ayuno de todo lo que no sea sintonía con mi ser ¡templario!: el que
se exalta en la oración; el que se siente cuidado; el que se dispone a que le
encuentren.
La negación como sistema de defensa y de importancia personal, ante la
trascendencia carece de valor.
Y así, las decisiones han de ser pulcras,
claras, transparentes; que se definen, que se describen por ellas mismas, que
no necesitan justificación.
Otro aspecto que nos aparta de ese
ayuno es la culpa.
La culpa, que se extiende desde
nuestros ancestros –gracias a la información de la genética- hasta nuestros
inmediatos progenitores; todos ellos culpables de nuestra actitud, de nuestros
errores, de nuestras dificultades...
De vez en cuando, la anécdota de algo...
de algo bueno.
Y así nos educaron en: “Por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima
culpa...”.
Y resulta que éramos unos ignorantes
inocentes.
Pero, claro, en el hedonismo personal
es muy práctico encontrar culpables: éste, porque ronca; aquél, porque no me
obedece; aquel otro, porque no está de acuerdo conmigo; aquél, porque realmente
no me gusta cómo viste; aquélla, porque su razonamiento...
Y así sucesivamente, el ser se ve
rodeado de culpables que hacen que esté mal, que se sienta incómodo, que huya.
¿A dónde?
A cambiar de culpables.
Sí; es entendible, porque hay que
establecer otras estrategias, pero al menos hay que darse cuenta de que el tema
sigue ahí.
Como en otras ocasiones, la Llamada
Orante nos explica que la culpa se convierta en responsabilidad, es decir, la
respuesta que doy a una situación.
Pero no preciso culpables para
destacar con la arrogancia de “mi verdad”...
Y el ameno silencio nos permite el
deambular sin obligación, sin persecución...; con la libre
asociación de lo que se nos demanda como creación.
De ahí que el cultivo del silencio
sea una actitud beneficiosa, puesto que la escucha se hace más evidente.
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