SIN PRINCIPIO NI FIN, NOS ETERNIZAMOS EN CONTINUAS TRANSFORMACIONES
23
de enero de 2023
Y el vivir se hace arte cuando, a través del orar, nuestra
consciencia sintoniza con nuestro origen de Infinito…; con nuestro Misterio
Creador. Que al decir “nuestro” no indica ninguna pertenencia, sino simple
referencia.
Y así nos hacemos arte de vivir, al meditar lo orante y
al contemplar lo que transcurre.
Así hacemos arte en las diferentes acciones, y
nuestra consciencia se hace transcendente, asume el Misterio… y elabora la
lectura que ello supone. Y nos libera del protagonismo del “mí-mismo”
reclamante, que nunca está satisfecho; que siempre está demandante… porque se
ha hecho referencia a sí mismo.
Si nuestra referencia
es la Eternidad y no la consciencia finita del principio y final, nuestro vivir
se convierte en un testimonio de ese Amor que nos mantiene, nos entretiene, nos
guía, nos orienta.
La Llamada Orante
incide en nuestra posición, en nuestra dis-posición con respecto a las demandas
que nos rodean.
Y ahí no caben las
peticiones y las decisiones de gustos, de imposiciones o de ofertas.
Estas ocurren y se
dan cuando el ser se referencia en sí mismo e impone sus haceres, sus
actitudes, con independencia de si son necesarias, demandantes, reales o no.
Las consecuencias de
la consciencia de la infinitud de lo Eterno, plasmado en el vivir, nos abren
hacia actitudes, acciones y realizaciones que no emanan de nuestra preparación, de nuestra cultura, de nuestras
costumbres. Emanan de la inspiración de… esa chispa de casualidad, ese momento
de incertidumbre, ese instante imprevisto, ese flash que nos deslumbra… que no
tiene explicación; que carece de razón. Y es ahí donde el Amor abunda.
Pero se hace el ser ¡tan
personal! –personal-… que se invagina en su pensar, se envuelve sobre sí… y sólo
mira su ególatra satisfacción, que transcurre, que corre, que se agota.
Y habitualmente el
ser se aísla en su reflexión y en su referencia, y queda remitido a la vulgar
acción de cotidiana obediencia a lo establecido, a lo previsto, a lo ordenado,
a lo esclavista… Y esclaviza. Obedece a sus tendencias, y no a la disposición
de sus vivencias y creencias.
Cuando el orar se
hace vehículo de nuestra constancia de Universo, y nuestro vivir se hace un
arte en la realización, en esa vibrante
consciencia no cabe el miedo y la preocupación.
Estamos en permanente
expansión, ejercitándonos en la excepcionalidad, en la originalidad…; en lo que
realmente somos: enviados servidores de la vida… embarcados en un Misterio que
nos da el aliento vital, que nos coordina y nos orienta en el vuelo de las
mariposas, en el amanecer, en el atardecer, en la suerte. En ese enamorado
momento en el que el sentir está pleno… pero que precisa mantenerse en esa
consciencia de plenitud.
Y es ahí cuando el
ser abandona sus tendencias, pertenencias, inclinaciones, reclamos… y se hace
liberado, y en esa disposición hacia lo verdaderamente necesitado.
Porque es fácil
convertirse en limosna o en alivio de aquello o de aquél. Y es gratificante
para el ego. Pero precisa del protagonismo. No asume el anonimato.
Se ha ido ordenando,
el vivir, con reclamos, ganancias, pérdidas, promociones: proyectos que buscan
el reclamo del aplauso… sin deparar en el despertar
de cada día; sin deparar en los dones de nuestra naturaleza; sin deparar en las
oportunidades, ocasiones, circunstancias, momentos… en los que la Providencia
nos aquilata, nos abrillanta, para que seamos decididos liberados. Y no
escapistas de turno… de los que buscan las rentas, los beneficios, las
ganancias, y siempre la huida “por seguridad”. En realidad, es por egoísmo y
por hedonismo personal.
Y no es difícil darse
cuenta de todo ello, pero tiene tal nivel de posesión, que el ser olvida
que está inmerso en un Universo Creador… y que su posesión no modificará ni un
ápice ese Universo que… se hace incógnita, pero a la vez se hace cosecha
permanente.
El Misterio Creador
nos permite, a través de la oración, del meditar sobre ella, del contemplar el
transcurrir…, nos permite la consciencia de vida, sin llegar a definirla.
Porque si pudiéramos –¡ay, con el poder!- definir la vida, se haría finita. Y
eso es lo que suele ocurrir en la consciencia ordinaria: que el acontecer se
hace finito: “¡Ah! Esto empieza y esto termina”.
Y eso hace que el ser
se distorsione, se deteriore, se haga roce de herida.
Va convirtiendo el
vivir en un consumo: “¡Ah! Esto empieza y
termina…”. Sí; porque ya no responde a mi egolatría personal, social,
cultural, ambiental, argumental…
Y así el ser, en su
vulgaridad ególatra, empieza y termina, empieza y termina, empieza y termina…
Y, claro, acumula
¡tantas! terminaciones, que se hace un fiel creyente de que todo tiene un
principio y un fin.
Él mismo, en
consciencia, va elaborando ese proyecto, hasta culminarlo en la observación
material, en la que se muestra una foto de la infancia y una foto de la vejez…
y así demuestra claramente –¿claramente?- que todo tiene un principio y un fin.
Y resulta que no
sabemos nada del principio, y el fin se diluye en particiones, en componentes.
Con lo cual, realmente, la teoría práctica de la vulgaridad cotidiana se puede
quedar satisfecha, sí, pero sin recursos ‘con-vin-cen-tes’.
Si resulta que –nos
dice la Llamada Orante- no tenemos
principio ni fin, porque somos una ideación del Misterio Creador…
Que, por mucho que
queramos especular en nuestra mente, no vamos a entrar en él. En cambio, si lo
asumimos, sentimos la complacencia permanente de su asistencia Providencial.
Y así como nos
atrevemos a decir, científicamente, cuándo comenzó el universo, cuándo
terminará, cómo será… Es una forma de no atreverse a ser amante jamás, sino a
ser “una morcilla constitucional”: esa que va queriendo, va cogiendo,
va soltando…; esa que termina
concibiendo que todo es un desperdicio. Y en su esclavitud, termina por
demostrar que es así, cuando no se abre la consciencia a otra realidad.
¡Y no hay que
teorizar ni especular mucho! Es tan solo en base a nuestra mínima –¡mínima!- consciencia de saber dónde
más o menos estamos –que no lo sabemos-. Pero ahí, suspendidos, como dicen los
tratados antiguos: “Habitamos suspendidos en la Creación”.
Es suficiente con ver
las estrellas o… con sentir el Ama-necer. No hace falta más. Lo demás, bajo la
visión vulgar, lo acotamos, lo limitamos.
Y por motivos
operativos de posesión, de querencias, ponemos un principio y un
fin. Y a vivir con ello, arrastrándolo una vez y otra, y las veces “que haga falta”
–entre comillas-.
Si nos situamos en la
perspectiva del “sin principio” y –en consecuencia- “sin fin”, no hay arrastre
de terminaciones. Hay contemplaciones y meditaciones de transformaciones.
Si hasta los sabios
más ilustres nos dicen que la materia ni se crea ni se destruye, únicamente se
transforma. Y lo aceptamos como teoría, sin saber lo que hemos dicho; porque,
si se aceptara en consciencia, pues entraríamos en esa perspectiva orante: “sin
principio ni fin, nos eternizamos en continuas transformaciones”.
Y cada amanecer somos
nuevos seres. Nos han corregido, en el sueño, determinadas situaciones, para
que… cuando la luz se muestre, nuestros ojos se abran.
Y ¡sí!, tenemos esos
compromisos, deberes, funciones, sí. Pero… no somos los mismos.
Hacer de nuestro
estar un arte, por la plegaria de orar… sin búsqueda de renta, sino con ansia
de identidad, nos proyecta a una realización estética, cuidadosa, de calidad.
Con esa calidez con
la que la luz nos arropa.
De esa calidad con
que la ternura del vivir nos acaricia.
Situarnos en un
transcurrir de poesías, sí, en donde la mirada es un encanto; el suspiro, un
anhelo; el andar, un sosiego; el imaginar, una fantasía. No hay nada que
friccione. ¡Todo fluye en sintonía!...
No negarse al verso,
al verse “artista de cada día”. A ese verso que escribimos con el amor reflejo
que somos… de la imaginería del Misterio Creador.
Testigos somos de las
escuchas, de las lecturas del acontecer que, a su vez, nos reclama el
testimonio de un Arte de Hacer.
***