ASUMIR LA VIDA COMO UNA NECESIDAD DE SERVICIO
16 de enero de 2023
Como humanidad, y con
los criterios dominantes, la especie está atravesando un momento delicado.
Esos momentos suponen
confusión, tensión, violencia.
Confusión, tensión y
violencia que hacen que las ideas se pongan en duda –cualquiera; de cualquier
tipo-; tensión en las relaciones sociales y violencia en cuanto al hábitat
cotidiano.
La Llamada Orante nos
reclama nuestra ascendencia-descendencia de lo Eterno, en donde no hay
confusión, en donde la tensión es expansión y donde la violencia es bondad.
La confusión procede
del personalismo, el radicalismo que la evolución de la especie ha ido
desarrollando para instaurar cada uno su poder.
Es preciso, ante la
confusión, retomar la convicción de los ideales…, hacerse servidor de la Fe… y
apartar el juicio continuo y permanente de todo lo que nos rodea.
Así alcanzaremos a
ser luz que ilumina nuestro sendero,
y aclara y ayuda al sendero de otros.
El juicio, el
prejuicio y la condena son motivos de permanente confusión.
El vivir en tensión más
o menos continua o permanente, con la idea de querer abordar, acaparar y
solucionar todo, es una forma egoísta y hedonista de proceder.
Nuestro Universo,
nuestra constitución, es ritmo, es sintonía, es coherencia.
La tensión se produce
cuando el ser ocupa los espacios de otros, cuando ocupa la respuesta de otros.
Esa tensión se
manifiesta, en lo cotidiano, en ese estrés que “consume” al ser. Se aparta del
ritmo, se aparta de la sintonía, se aparta del respeto al entorno.
La Llamada Orante nos
reclama la necesidad del sosiego, la necesidad de la calma, la necesidad del
ritmo.
Nos recuerda nuestra
pequeñez. Nos advierte de que la tensión culmina con las rupturas. Y así,
debemos optar por desarrollar actitudes de sintonía, de adaptación, de simpatía…
Saber ver la bondad
ajena.
Ejercitarse en la
admiración de las acciones de los otros.
Asumir con humildad
nuestros haceres.
Hacer del servicio
una actitud que permita la confianza mutua.
El Misterio Creador
nos desborda con sus bondades. Nos da los recursos de nuestras consciencias,
para que seamos fieles en el ejercicio del amar.
Y en ese ejercicio de
amar, al sentirnos amados por la Creación, somos capaces de “reflejar”: como
hace la luna, con la luz del sol que recibe, así nosotros reflejamos el amor
que, con la naturaleza de la vida, nos proporciona diariamente.
El desarrollo de la
especie, apartándose progresivamente del Misterio Creador, ha demostrado la
eficacia del logro a través de la violencia. Y así, en lo cotidiano, todo lo
que “se quiere” se hace poder. Y ese
poder se convierte en una manifestación de violencia: violencia en la
consciencia, violencia en las palabras, violencia en la forma de actuar,
violencia desentendiéndose de las exigencias, de las acciones. Esa violencia
pasiva que mira hacia otro lugar, cuando le toca afrontar las dificultades.
Todo poder lleva
consigo el ejercicio de la violencia.
Desprenderse del
poder y la violencia consiguiente, en cada una de las partes que nos
corresponden, es una tarea urgente.
La vida se instaura y
brota sin poder, sin violencia.
La luz del amanecer
no llega bruscamente, violentamente; lo hace con suavidad, lo hace con
elegancia, lo hace con el respeto a lo viviente. Y es así que la vida se modula
como la ola del mar. Se adapta, aporta y se muestra con su mejor virtud.
Cuando nos guiamos
por las evidencias de nuestras capacidades, no hay conflicto.
Cuando actuamos bajo
el deber enamorado del servicio, no hay necesidad de poder.
Cuando es precisa la
sinceridad y la claridad del rigor, no es necesaria la violencia.
El respeto mutuo en
las diferencias tendencias debe ser un continuo convivir. “Con-vivir”.
El ejercicio de
nuestro estar debe ser el agrado. El
hecho de sentirnos vivos supone una permanente gratificación: unas gracias por
nuestros sentidos, unas gracias por nuestros latidos, unas gracias por nuestras
imaginaciones. Todo ello nos lo han dado sin confusión, sin tensión, sin
violencia.
No somos lo que somos
para ejercitar el poder violento de la conquista.
Han adiestrado, han
enseñado a nuestra consciencia, que el logro, la consecución, solo se obtienen
a través del poder y el ejercicio de la violencia; del ejercicio de esa
“guerra” de ideas, proyectos, puntos de vista… y un largo etcétera que parece
“normal”.
Esa “normalidad” de
la que se habla, es el ejercicio solapado de un poder violento en el que cada
ser busca tener su parcela.
El Misterio Creador
nos colma con el derroche de la belleza. Sí: la belleza, ese detalle que debe
ser ejercitado continuamente en nuestra labor, es el fluido que suaviza; es el
aceite de vida.
Cierto es que, para
cada ser, la belleza representa y se muestra de formas diferentes. Pero cuando
se ejerce con intención, con convicción, sea cual sea el tipo de belleza, ésta
no hiere, no daña, no impone.
Todo lo creado supone
una expresión de belleza.
Y es así, en
consecuencia, que el ser de humanidad ha de expresarse con esa “naturaleza”.
Así, el agobio del
poder y la violencia, no encontrarán espacio para cortar, herir, dañar…
Es necesario
convertir esa tensión, esa violencia, esa confusión… convertirla en un
testimonio que, adornado por la belleza, sea una respetuosa forma de amor.
Hacer, de nuestro
estar y de nuestro hacer, un bálsamo permanente. Que el cuido, el cuidar, el
cuidarse, sea una actitud… imprescindible.
Que asumamos el
reconocer y el reconocernos, como una admiración mutua. Resaltar las virtudes,
no los teóricos defectos.
Cada ser, desde su
pequeñez, debe asumir con humildad el acontecer de la vida.
Al asumir la vida
como una responsabilidad en ejercicio, nos debemos al servicio.
Y asumir la vida como
una necesidad de servicio, implica la sutil elegancia de la belleza y el gozo
de compartirla.
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