viernes

Lema Orante Semanal

 

UN CANTO ETERNO… DE ALEGRÍA Y BONDAD

7 de febrero de 2022

 

A lo largo de culturas, filosofías, religiones, experiencias personales –y un largo etcétera- en la vida de los sentires, las emociones, en la vida de lo intangible, de lo inmaterial… –en definitiva, en el vivir de la consciencia referenciada a lo Misterioso, a lo Creador, a lo Divino-, las posturas se han hecho, globalmente, muy disformes. Es decir, sin forma, sin esa plenitud –o su equivalente, claro- que da la Creación a la vida.

 

Y tan pronto se sentía el hombre –como humanidad-, castigado, como se sentía premiado. Tan pronto se sentía regañado o alertado. Tampoco le gustaba. Tampoco le gustaba que fuera demasiado complaciente, puesto que entonces no podía quejarse.

 

La consciencia de humanidad no fue madurando. No. Es más, se fue gestando en su ego y… dándose o sin darse cuenta –para el caso es lo mismo- “ego-idolatría” o “ego-idolátrica” se fue formando, y admiraba lo que le gustaba y desechaba lo que no le gustaba.

 

Y a propósito del gusto, ese gusto era… en relación al placer más cercano, fácil y sin compromiso.

 

Por supuesto, aquí las excepciones no cuentan.

 

Pero podríamos decir que, en general, el ser humano no está de acuerdo con la Creación y sus maniobras. No está de acuerdo ni con el sol, ni con las estrellas. No está de acuerdo ni con el frío ni con el calor. No está de acuerdo con la lluvia ni con la nieve. Cualquier cosa que “perturbe” –entre comillas “perturbar”- su ombligo, le inquieta.

 

Es la queja permanente de pedirle al Misterio Creador que sea nuestro plebeyo servidor, nuestro aplaudidor, nuestro complaciente…; hasta nuestro alcahuete.

 

No… no ha alcanzado, el ser, a perfilar la dimensión de su posición en la Creación, en el Universo, en el Amor de lo Eterno.

 

Su idiosincrasia personal como grupo, como comunidad, como país, como individuo –¡da igual!- es… soberbia. Sí; es soberbia, porque no atiende a otras peticiones que no sean las propias.

 

Decide, se inclina, aprovecha… decide y decide indecisamente… pero amaga, amaga una y otra vez con sus talentos, sin dar –y seguimos hablando globalmente: “o globo de humanidad”-. Claro, obviamente, cualquier ser humano que escuche, como humanidad, se puede sentir ofendido, atacado, criticado, “no es justo”, “no hay derecho”…

 

Sí. El ser prefiere una buena escultura que represente –como los dictadores que ponen sus bustos y sus caballos y sus signos de identidad- “Baales”, es decir, equivalentes divinos que los pueda pintar, ilustrar, sacar brillo…; que los pueda pasear…

 

Esos no le van a reclamar, ni le van a corregir, ni le van a advertir, ni le van a avisar… ¡no! Son bellas figuritas que se pueden –incluso- llevar al altar. Siempre nos sonreirán, porque se hicieron con una sonrisa.

Y así, el ombligo del ser estará contento, plácido con su oquedad –casi siempre llena- y con pocas opciones de renovarse, de revitalizarse, de replantearse, de admirar lo que le contempla: el Misterio Creador que le contempla, que le aúpa, que le trajo. Y en consecuencia, actuar en ese sentido.

 

Y así, el ser se complace escuchando que “Dios es infinitamente Bueno, infinitamente Sabio, infinitamente Santo”… Pídele lo que quieras y te lo dará, porque es tan bueno… Él no te juzgará. Él no te evaluará. Él no te… No. Él confía en ti, porque todo lo que tú haces está bien. Eres buena persona, eres “majo”. Así, nadie se puede sentir aludido por lo que pueda expresar la Llamada Orante. Todo moito bonito; todo moito agraciado.

 

Lo que busca el orante –y sentimos que eso no es orar- es que no se fijen en él, salvo para darle algo.

 

La humanidad empezó a estropear la fiesta de la vida hace muchas repeticiones atrás. La verdadera dimensión de lo Orante es la que nos puede orientar, reorientar… para que realmente vivir sea una fiesta, como así es su diseño; y no sea un tormento, una discusión, una queja, una incompatibilidad, un prejuicio… –¡uff!-, y se termine diciendo: “¡Qué difícil es vivir!”. ¡Por favor!

 

Desde quién sabe qué lejanías,

 

se fueron gestando armonías, colores, sintonías…

 

recreaciones diversas, conexas y agraciadas.

 

 

Viajaron creando espacios…

 

gestando instantes de infinitas bellezas.

 

Bellezas tonales, de tonos tan sutiles que se hacían inaudibles

 

pero muy sentidos.

 

Viajaron y viajaron… y pequeños recesos crearon…

 

divertidamente, calurosamente.

 

 

Cada color se agraciaba con otro y… sutilmente se confiaban.

 

Todo sonaba a transparencia: nada que ocultar.

 

Fluía y fluía el tono, con sus semitonos sutiles.

 

Parecían contarse historias de eternas procedencias.

 

 

Nada chocaba. No era preciso el cuido.

 

Cada fluir se hacía confluir con los otros.

 

Una extraña naturaleza…

 

envolvía las luces que aparecían como… ¡sorpresa!

 

¡Tan gratas!... ¡tan agradecidas!...

 

que entre ellas mismas –entre luces- sonreían una y otra vez.

 

 

Sin razones, sin justificaciones, seguían su fluir…

 

gestando estaciones de remansos de ternura… ¡sin cordura!

 

 

Con la suave… con la suave alegría,

 

que se hacía creciente por momentos,

 

oleajes entregados a cuencas insondables

 

saltaban las aguas en busca de nuevos océanos.

 

Y ahí aparecían.

 

 

Eran… eran ¡besos!, sí.

 

Fue –dicen- uno de los primeros besos que se gestaron.

 

Una gigantesca ola surgió buscando su acomodo,

 

que aún no había sido creado.

 

Y que, al ver el oleaje,

 

de la Nada surgió el cuenco de la boca ardiente,

 

para recibir el beso ansioso del oleaje impaciente.

 

 

Un chasquido de luz más brillante… surgió.

 

Los velos de los colores se susurraban unos a otros,

 

a propósito de ese… sorprendente acontecer:

 

¡Un beso!...

 

 

Hizo historia en la Eternidad.

 

Y con ello, la génesis de la caricia…

 

de la suave llegada, en arrullo, del agua a la orilla;

 

de la suave llegada del arrullo del agua, a la orilla.

 

 

Y, como el primer beso,

 

la ternura emergió en un insondable proceso.

 

Fielmente llegaba a la orilla, siempre distinta…

 

pero no faltaba a su cita.

 

 

Se hacían ecos los vaivenes de nuevas eternidades.

 

Besos y ternuras se gestaron sin cesar…

 

Y, como sorpresa permanente,

 

las aguas y las luces se confabularon

 

para hacerse, en besos y en ternuras, ABRAZOS.

 

Abrazos de fusión, palpitantes.

 

De inclusión. Se incluían colores y sonidos.

 

Se hacían cánticos expansivos

 

que llenaban de sabores…

 

todos gratos en sí mismos y entre ellos…

 

recreados una y otra vez en nuevos y nuevos espacios.

 

 

Insaciables vaivenes…

 

Insaciables vaivenes que no perdían su naturaleza,

 

sino que ganaban nuevas, desde sus esencias.

 

Perfumes…

 

Sí; perfumes que atraían, que llamaban…

 

que se reclamaban… ¡sin disputa!

 

 

¡Ay!... Y se fue expandiendo el aroma

 

entre besos, ternuras y abrazos,

 

haciéndose envolturas,

 

que entre ellas mismas se envolvían y se gozaban.

 

 

Aromas… de penetrantes sintonías…

 

que hacían un eterno presente:

 

el beso, la caricia, la ternura, el abrazo.

 

Todo ello, confabulado con un aroma…

 

gestaban los cantos:

 

cantos de Misteriosas confluencias.

 

 

Aunque todo estaba claro,

 

no se sabía qué canto habría… ahora, luego, más tarde.

 

 

Sin perder la lozanía del beso, de la caricia, de la ternura,

 

del abrazo, del aroma, del perfume…

 

todo confluía buscando la palabra,

 

buscando el sonido… que era la novedad.

 

Que parecía inoportuna ante el silencio.

 

¡Ay! Pero no…

 

El silencio comentó

 

–¡sin decir nada!-

 

que… AMABA…

 

¡AMABA!

 

Que estaba ahí como remanso,

 

como cuando ocurrió el primer beso,

 

para recoger el sonido… del primer acontecer EN-A-MORADO.

 

 

Nuevas algarabías surgieron

 

entre ternuras, besos, aromas, abrazos, perfumes…

 

Se avecinaba otra sorpresa.

 

 

En el devenir de continuas sorpresas,

 

el silencio se declaró amante de la palabra, amante del sonido.

 

Y éste se declaró fervoroso y fiel

 

y ardiente impresor de cada silencio.

 

 

Como la gran ola que encontró su cuenca para el beso…

 

el sonido encontró al silencio, en su reclamo, para sentirse AMADO;

 

para ser amantes… de Gloria.

 

Gloria que era… como una sutil textura nueva.

 

Sí: sedosa… cuidadosa…

 

 

“No sé, no sé qué decir”…

 

aullaban el sonido y las palabras,

 

ante el reclamo ansioso de su amante, el silencio.

 

 

No había significado. Había un eterno “Te Amo”.

 

Un conjuro de bondades, entre el silencio y el sonido; la palabra.

 

Incansables.

 

 

“Sí, sííí”… se dijo la palabra,

 

al silencio cómplice que gestó el “te Amo”.

 

Sí. Convocaron al viento, ese sutil y generoso cómplice,

 

para que transmitiera la noticia… allí donde ¡todavía no había escuchas!,

 

que surgirían al saber que venía el viento, con buenas… nuevas.

 

 

Buenas nuevas:

 

los amantes habían surgido… desde infinitas eternidades.

 

Y el viento se hizo… cántico permanente.

 

Describía en círculos, en elipses o en líneas,

 

cada nuevo beso o cada nuevo abrazo y…

 

y cada nueva intimidad… de ese “te Amo”.

 

De ese “te Amo”.

 

 

Sí. La fiesta continuaba.

 

No había desdén ni desmayo.

 

No había opinión ni… ni nada que se opusiera.

 

La Nada, como cómplice, se aplaudía…

 

y dejaba brotar, de sus oscuridades, nuevas armonías.

 

 

¡Alientos!...

 

¡Sí! Entre sonido, palabra y silencio

 

se escucharon –decía el viento- alientos.

 

Alientos de… ¡suspiros!

 

¿Suspiros?

 

¡Sí! Esos alientos de gozo…

 

Suspiros, sí.

 

Esos… esos movimientos de entrega… ¡sin reparo!

 

¡Ay!...

 

¡Ah!...

 

 

Siguieron, suspiros tras suspiros…

 

las correrías de los infinitos…

 

proclamando un “te Amo”, como un triunfo…

 

mientras exhibían el muestrario de sus besos, caricias,

 

ternuras, perfumes, cantos.

 

 

Todo ello fue envolviendo Creaciones y Creaciones…

 

para dar sentido a las estancias.

 

Para dar sentido fiel al estar.

 

Para dar testimonio de las palabras.

 

Para ser un Canto Eterno… de Alegría y Bondad.

 

 

 

¡Sí!

 

 

 

 

***