¿QUÉ HAS HECHO DE TI, SI TODO TE LO HE DADO?
13
de septiembre de 2021
Es frecuente dejarse arrastrar… por
la bruñida angustia del despertar, ya que… la memoria nos recuerda lo
pendiente, lo ausente, lo necesario, lo que se quiere, lo que se tiene, lo que
se guarda, lo que se miente, lo que se olvida…
Y es igualmente frecuente
“consentirse”, en esa marea de humanidad que vive luchando, que vive peleando,
que vive sin sentido los
aconteceres, bajo el amparo de las voluntades, de las razones, de las
explicaciones.
Un barroquismo existencial cargado de
filigranas, que deja poco pasar el aire…; que tarda largo tiempo en
desperezarse…; que no ansía la luz del amanecer, sino la acomodaticia oscuridad
de la noche.
En la medida en que el ser se
consiente esas actitudes, agrava su despertar y su Ama-necer. Lo vivencia como
esfuerzo, como trabajo, como “difícil”…
En realidad, todo el proceso… de
estas características, se debe a la exigencia que, con impositivo afán,
desarrolla la consciencia para intentar, una y otra vez, y ¡otra vez!, que el
mundo sea a nuestra imagen y semejanza.
Y resulta que… se resiste.
No sabemos muy bien qué es eso de “el
mundo”, pero se puede relacionar con “lo cercano”, “el entorno”, “la
proximidad”…; los contactos, la amabilidad, la cortesía, el respeto…
Los prototipos de cultura, enseñanza
y conocimiento lastran enormemente
nuestra originalidad, nuestra perspectiva, nuestras expectativas.
La llamada Orante nos pone en
evidencia las inconveniencias de un estar, de un hacer, de un ser… que, cargado
de razones, de aconteceres y de sucesos, no se promulga en proyectos, en
novedades, ¡en adaptaciones!... sino que se queda en rígida disposición de
calcular, condenar, encausar…
Cuando nuestra referencia se
¡descubre! –bajo la Llamada Orante- en la Creación, en el Misterio Creador,
presentarnos a esa llamada, con ese bagaje, es… temeroso; es… inquietante.
Porque de inmediato nos surge… –por
evidencias- que, al llamarnos, nos preguntarían:
“¿Qué hiciste?, ¿qué
haces con los talentos que te di, con las ocasiones que tuviste, con las
circunstancias que… ocurrieron?
¿Acaso crees que te
abandoné? ¿Acaso piensas que… todo ese mundo, creado para cada uno y conectado
entre sí, lo has hecho tú…?
¿No has notado… no has
notado mi mano misteriosa, en las casualidades, en las coincidencias, en los
imprevistos, en los inesperados, en la suerte, en la casualidad…?
¿No has notado mi
Aliento, en tus sueños, en tus sentires bondadosos…?
¿No has notado mi mano
amorosa… en tus amores…?
¿No has notado las
alertas que te he mandado, en tus sentires…?”.
Y podría… escucharse
también, como culminación:
“¿Qué has hecho de ti…, si todo
te lo he dado? Todo lo que a ti… te era necesario. Todo lo que a ti… te permitía… estar, sentir, servir…
¿Qué has hecho contigo…, que de mi Amor te has olvidado?
¿Acaso crees que has continuado por tus fuerzas y por tus
capacidades? ¿¡No te das cuenta de que cada uno de tus latidos!... yo los he
insuflado?
¿Qué has hecho de ti…? Que en vida… te he dado; ¡en vida
de eternidades te he dotado!
Las has lapidado como propias, y no hay cosecha sino
aridez…
No hay dulzura sino amargura…
¿Qué has hecho de ti, con todo lo que te he… y
te Amo?”.
Sí. Cuando nos llaman
a orar… los murmullos del Misterio Creador no se callan; ¡se amplifican!... Y
es nuestra misión ¡escucharlos!; ¡escucharlos!, ¡interpretarlos!, seguirlos,
consentirlos. Porque en ello nos va lo solidario, lo sorprendente, lo gozoso,
lo nuevo, ¡lo renovado, lo regenerado! ¡Lo
que en realidad somos!... pero que nos hemos modificado.
El ser se ha
retorcido en su estar. Y ha llevado a la práctica su amar… haciendo de lo sutil
una arena movediza…; haciendo lo de “sin
palabras”, una herramienta más.
Los sentidos, los
sentires… se han puesto al servicio de otros; de otros semejantes… y del alma
propia, que reclama poder.
No se ha consentido
el ser –“no se ha consentido el ser”-, ser consecuencia Ama-necida de un
Misterio de Amor, como son todos los verdaderos amores.
La Llamada Orante
nos… sugiere, con la elegancia y la rigurosa amabilidad, que escuchemos…
nuestro misterio viviente. Que, por
añadidura, escuchemos… lo que suponemos que es el susurro del Misterio Creador.
Que escuchemos el silencio, para que, ¡cuando nos atrevamos a hablar!, lo
hagamos sin profanar el templo.
Y así, que nuestras
palabras resuenen en la cúpula templaria como sonidos divinos… que hacen
relucir la oscuridad. Que hacen blanquear los parches, diluyéndolos. Que hacen
que descubramos “la medida justa” de nuestra entrega; que apreciemos lo
necesitado; que seamos soporte permanente de lo ansiado, como vía de comunión,
de colaboración y de consciencia de que estamos ¡conectados!... ¡Que el vivir
precisa de todos! Que el sentir es…
un milagro permanente.
Que a la hora de
elegir situaciones, actitudes, decisiones… se haga con la convicción de que el
ser se ha escuchado, ¡y ha escuchado!... el murmullo de lo Eterno.
Y con ese murmullo
está dispuesto a modificarse, cambiarse, adaptarse, descubrir, ofrecer…;
sentirse digno de los talentos
recibidos… ¡sin reclamos!, cambiando la protesta, por el cumplir servidor y
recompensado.
De esta forma, lo
cotidiano se hace extraordinario; lo corriente se hace caudal; lo habitual se
hace… sorprendente. ¡Qué vida tan diferente!
Y así, cuando nos
vuelvan a llamar a orar, escuchemos el halago y la complacencia misericordiosa
de Lo Innombrable.
Sentirnos dignos de
haber sido bondadosos, condescendientes, complacientes, ¡valerosos!, solidarios
y… con la referencia del Amor, como bandera.
La Piedad amanece… y, con ella, el
ungüento del perdón.
La Piedad amanece… Y
con ella, la consciencia humana despierta a su inocencia.
¡La Piedad amanece
cada día!... con su canto de sirena, con su animada silueta de cristales de
colores; sugerente… exigente… y dulce como la inquietud de una amapola, que
parece llamarnos por su perfume.
¡La Piedad amanece!...
para rescatar nuestras asperezas, nuestros prejuicios, ¡nuestros “imposibles”!:
lacra que nada tiene que ver con lo Eterno.
La Piedad amanece,
desde el Misterio Creador, para envolvernos con un manto de ternura.
No nos condena; no
nos castiga. Nos alienta; nos ‘inocenta’
la vida.
La Piedad se hace
representante de ese AMA-NECER… para recordarle al ser –en su Llamada Orante-
que es capaz, que es recursivo, que es ¡necesario!, que es ¡imprescindible!...
Y que esa Piedad se
apiada de los desvaríos… y nos reclama hacia el sentido justo: ese… ese
que se nos muestra en lo necesitado.
Que al preguntarme: “¿qué he hecho de mí?” –porque el susurro
y el murmullo de lo Eterno me lo ha preguntado-, pueda responderme diciendo: “con la ternura de la Piedad me he aliado, y
mis sufrires se han calmado; mis dolores se han difuminado; mis angustias y
temores… el viento se los ha llevado”.
Sujetos a la
complacencia del Misterio del Amado, despertamos a ese Amanecer enamorado… que
nos colma de sorpresas, de preguntas de inocencia, porque hemos sido, por la
Piedad, embadurnados.
¡No es un día más!
Y eso, diariamente
hay que recalcarlo. ¡No es un día más, es un Universo inaugurado!, el que el amanecer
nos ha regalado. ¡Es un Universo nuevo cargado de detalles!... y de
minuciosa complacencia, para que seamos capaces de sentir lo realmente ¡inspirado!,
¡lo realmente enamorado!, y desechemos las salpicaduras de lo vanidoso, de lo
circunstancial, de lo indolente.
¡Nos han llamado para
renovarnos!, para reacomodarnos, para ¡regenerarnos!… Para sentir, de nuestro
ser, la excepcionalidad de nuestra presencia. Sin vanidad, sin soberbia, sin
orgullo, sin idolatría, sin egolatría. Con el sencillo silbido del viento.
Siendo un aliento nuevo y renovado… del Misterio Creador. ¡Sintiéndose en la
excepcionalidad de nuestras influencias!... Realizando nuestras artes de
adaptación complaciente… Y valorando lo virtuoso como un ejercicio permanente.
El Llamado puede ser
sentido como contundente pero, en realidad, al mirarnos, sentimos que es ¡absolutamente
complaciente! Si no fuera así, no estaríamos en vida. “No estaríamos en vida”.
Pero al darnos –sin
límites- nuevos y nuevos latidos… cargados de confianza –¡confianza!- en nuestra configuración,
en nuestras reseñas de dádivas recibidas… –¡ay, y tantas veces ignoradas!-… no es
una llamada de autocastigo; de látigo imperial que se demuele a sí mismo.
Es más bien… agua
vaporosa que nos envuelve para hacer, de nuestra piel, un sutil velo sensible… ¡amable!…
¡cómplice… de tantos dones recibidos!
Ámen.
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