jueves

Llena Orante Semanal


La palabra: el alma del sentir; el alma creadora
4 de noviembre de 2019

La especie humanidad… se encuentra en un efervescente estado de contradicciones, en el que las palabras, las que cuentan la historia, las que tergiversan los sentires, las que ensalzan las magias y los suspiros de enamorados…, ¡las mismas palabras que… se hacen dogma, se hacen ley, se hacen potentes armas que, como un misterioso animal, penetran en las consciencias y las perturban!
Sí se ha expresado… que la palabra es un arma. Realmente debería… o mejor dicho: realmente no es tal arma. La palabra es el alma del sentir.
Pero al ver sus efectos, el ser las maneja de tal forma y manera… que compite con todo con el objetivo de dominarlo. Y la palabra es un estilete que puede variar el curso de cualquier historia.

Al contemplar todos esos medios de comunicarse que ha desarrollado la tecnología científica, observamos que ha ido construyendo otras realidades, en base a palabras… Y quizás, en una multitud de veces, sin importar si eran auténticas, reales, verdades, falsedades…
“Total –¿verdad?- ¡qué más da! Yo cuento una versión… y lo hago con la expectativa de que se la crean. Y así mantengo una faz que me permite gestar en los demás una idea de mi persona… que pueda ser lo más beneficiosa posible para mí”.

Ya decía el dicho, ¿no?: Donde dije “digo”, digo “Diego”. Donde dije “dije”, dije “ojo”…
Podemos jugar con las palabras.
Y decir que la palabra es un arma, pero decir también que la palabra es el alma del sentir. Y podríamos añadir que la palabra es el alma creadora, recordando esa introducción del Evangelio de San Juan, en el que se dice: “En el principio era la Palabra, y la Palabra era Dios, y nada se hizo sin su concurso” –es decir, sin su participación-.

También tenemos la referencia mítica de la Torre de Babel, en la que se construía una torre para llegar al cielo, y la consecuencia de ello fue una caída y una dispersión de los seres, y la confusión de las palabras y la creación de los idiomas. Esto, bajo la óptica mítica.
Sea como fuere, no seguimos el mismo patrón del gato o del perro: que, viviendo generaciones en Shanghai, lo traen a Sisante, y los gatos de Sisante le entienden.
.- Pero ¡cómo es posible, si tú eres de Shanghai y éste es de Sisante? ¡Y se entienden perfectamente! 
.- Porque son gatos.
.- Ya, pero ¿por qué traes un ‘shanghainís’, y lo pones con un guacho, y no se entienden nada? ¡Si son seres humanos también!

Podemos decir, claro, lo que se dice habitualmente: que cada sector humano que vivía en un estado de espacio, lugar y tiempo, desarrolló en base a los sonidos –¿de los pájaros?, ¿o de las tormentas?- un lenguaje que le diferenciaba del resto, de otros.
¿Por qué? ¿Por su inteligencia? ¿Era inteligente, entonces?

Se habla de un “centro del lenguaje”, en nuestra configuración cerebral. Pero ¿no sería un centro universal? Además, se ensayó –sin éxito- “el esperanto”: como la esperanza, ¿no?; como esperando que tuviéramos todos un lenguaje, unas palabras para comunicarnos, para dejar de engañarnos, para dejar de dar la impresión de lo que no somos, para dejar de notificar algo que no es creíble… porque no ocurrió así.

Por otra parte, el receptor, habitualmente tiene su nivel de escucha pre-concebido, pre-juiciosamente escuchante; y, en consecuencia, las palabras que le llegan… ¡mmm!

Los establecidos preceptos, normas, leyes, costumbres, morales y principios, de comunidades, establecen y propician que las versiones que se muestren sean esquivas, dudosas o… impositivas. Pero, en cualquier caso, poco trasparentes.
Sí. El Sentido Orante nos llama para que no se ejercite la palabra como arma, sino como alma creadora, como esa referencia del Génesis en la que Dios Yahvé dijo: “’Hágase esto y aquello…’. Y se hizo. Y vio que era bueno”.
¡Ahhhh! Hagamos de la palabra una muestra de bondad, de alegría, de solidaridad, de… –como se dice ahora- de “empatía”. Y no por ello vamos a perder garantías o importancias personales; más bien al contrario: vamos a perfilarnos de forma transparente para que las palabras, las que emitamos, lleven al que escucha, primero, a escuchar-nos. Y luego, a seguir el origen de esa palabra, en ese ser pronunciada. Y que se descubra bondad, entrega, ¡entusiasmo!...

En el Sentido Orante, las palabras que ha usado la humanidad, fundamentalmente a través de las religiones –diferentísimas formas, especies, maneras-… 
Ha usado básicamente palabras que… ¿hasta dónde llega cuando se dice: “Dios es infinitamente bueno. Dios es infinitamente justo”? ¿Qué… qué entiende el que lo dice y el que lo escucha?
Que es infinitamente inentendible. Impracticable.
¿Es que acaso… bajo el prisma del Misterio Creador, Dios necesita ser infinitamente bueno? ¿Es que acaso… la Creación necesita ¡de nuestra opinión!...?
Creo que es fácil darse cuenta, bajo este prisma, de que el humano proceder, a través del sonido de la palabra, ha conseguido encumbrarse y encumbrar todo lo que pueda existir bajo sus palabras –¡que se referencian en él mismo!-.
Todo un acto de soberbia incomparable.

Pero en la medida en que mantenemos la con-fianza –es decir, que depositamos una fianza para garantizar una posible alteración o deterioro, de lo que sea-, cuando confiamos en la palabra, establecemos un vínculo de comunión que nos lleva a fiarnos los unos de los otros. Y a fiarnos, en el sentido de darnos, y que nos deban. Y en ese devenir, en esa deuda, sentirse endeudado con todo… y, consecuentemente, darle un sentido de recompensa a través del servicio, a través de lo que se puede aportar.
¿No estamos, acaso, en deuda con la Creación, por habernos presentado en este lugar del Universo; del Universo planetario…? Si nos comparamos inevitablemente con otros que expresaron, se expresaron en otros lugares… donde la tierra era infértil; donde los depredadores eran numerosos; donde las contiendas guerreras eran constantes; donde se nacía con hambre y se moría de hambre. 
Y eso está ocurriendo. No es una metáfora.
¿Estamos en deuda…?

Cuando nos sentimos –en el Sentido Orante- endeudados con la Creación, por los dones, por las formas… en que nos ha transcurrido el vivir, no es para que nos sintamos inferiores o incapaces. No, no. Ese lenguaje del silencio, de la Creación, nos hace mostrarnos endeudados para que… a través de nuestras palabras, ¡las cumplamos!, por una parte; y, por otra parte, demos a conocer que nos hemos enterado de nuestra deuda y que, aunque jamás la saldaremos, será un incentivo para mostrarnos claros, expresarnos con virtud…

Pareciera que el Sentido Orante nos reclama algo. No. No hay reclamo. Hay… descripción de lo que somos, hay muestra de lo que hacemos, para que podamos variar, corregir, cambiar…

La silenciosa pausa nos da motivos para… re-visar, re-sonar, re-vivir en las palabras que nos representan; que nos muestran lo que somos.

La belleza que muestra la tierra firme; la insondable sorpresa de las profundidades del mar; ¡la inconmensurable fuerza de una tormenta de rayos y truenos!; la visión de ver… y percibir el crecimiento de una planta, de un árbol, de un vegetal, sin que tomemos constancia de que ha crecido. Y aunque sepamos que lleva ritmos y frecuencias diferentes, y no podemos captarlo, se impregna de un lenguaje contundente; un lenguaje que no emplea nuestras palabras, pero que nos perfilan para pronunciarlas cuando vemos el caudal de un río, cuando contemplamos… el perfume de una flor, cuando poetizamos a propósito de una estrella o de una puesta de sol…
Podemos decir que… todo ese entorno que nos corteja, ¡nos estimula para ponerle las palabras precisas!... con toda la belleza que seamos capaces de expresar. A veces no hay palabras, pero hay gestos, hay miradas, actitudes…

La Creación nos adorna con esas casualidades, suertes, imprevisibilidades, sorpresas, regalos… Y nos vemos en deuda, porque tenemos que describirlos con palabras, para poder compartir y trasmitir experiencias.

Aaaaa-AaaAaaaa…
Aaaaa-AaaAaaaa…
Aaaaa-AaaAaaaa…

(Lo repetimos 16 veces)

Que el don de la palabra, expresado en “Aaaa”… sea el distintivo de poder mostrar nuestras procedencias… y hacernos trasparentes con ellas, con las palabras, para poder apreciar en el otro la presencia de lo Eterno. Y, a su vez, que el otro la aprecie en nosotros.

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