HAY ALGO MÁS
30 de septiembre de
2019
Y la especie se
hizo numerosa; se descubrió predominante; se expandió hasta donde quiso. Todo
parecía dispuesto a servirle.
Y la especie se
sirvió, pero… bajo la tutela del dominio, del control, de la manipulación, de
la violencia… –de pensamiento, de palabras, de obras, de omisiones-. Y se
sirvió, llamándose “la inteligente”; llamándose “la sabia”.
Y se escuchó a sí
misma. Y se vio poderosa.
Poderosa, por su
capacidad de destruir con el pensamiento, con las palabras, con las acciones,
con las omisiones.
Y cada ser tenía la
potestad de arruinar a otro ¡de su misma especie!
Se establecieron
fronteras para distribuirse poderes. Se establecieron sistemas de agrupaciones
para “facilitar” el dominio: familias, Estados, gobiernos, ejércitos…
Y progresivamente,
cada uno ¡defendía! “lo suyo”, porque lo había ganado en una guerra.
Cada cual se sentía
poseedor de… al menos –¡al menos!- poseedor de sí mismo. Se poseía. Pero
habitualmente poseía a otros. Escasamente compartía. ¡Poco convivía!
Se llamaban unos a
otros con los insultos más adecuados, para competir; para buscar humillar o
castigar.
La trampa de la
mentira se hacía preponderante, ¡anunciando libertades!, propagando e
insinuando individualidades; dando, dándose cada uno la posibilidad de ser
juez, y poder condenar, juzgar, castigar….
¡Ayyy! Y aquellos
que se lo creyeron, que libertarios vivían, en cuanto ejercieron su sentir,
prontamente fueron reprimidos, aislados, insultados.
Una forma
particular de ejercitarse en las libertades, eran los gustos: “Me gusta”. “No me gusta”. “Esto me gusta”.
“Esto no me gusta”…
Como si no
existieran otros sentidos.
¡Ayyy! Pero, a la
vez –¡ay, a la vez!-… a la vez, cada represor esgrimía sus argucias y sus
criterios, para reclamar aliados. Y así, ser más poderoso. Y del “me gusta” y
“no me gusta” se pasó a las querencias: “Quiero
esto, quiero lo otro. No quiero esto, no quiero lo otro”. Y se
interpretaron como libertades. ¡Ayyy!...
No. No, no. No se
escuchaban los mensajes del color del cielo, de la tormenta, de la arena al ser
pisada, de las flores, de cada ser que… ¡bueno!, podría ser llamado “vivo”,
pero era simplemente un esclavo; un bien de consumo.
Pero quizás, como
dándose cuenta –sí, seguramente-… como dándose cuenta del atropello que por
sistema se hacía –los grandes sobre los pequeños, los mayores sobre los
jóvenes, los importantes sobre los ignorantes, y una larga lista de
improperios-, sí, como dándose cuenta de que, quizás… –quizás, ¿eh?- quizás esa
vorágine destructora ya se volvía contra sí mismos, la especie ya no tenía
interés en controlar al perro, al gato, al tigre, al león. Ya estaban todos
domesticados: el gladiolo, la rosa, el trigo, el centeno… Ya estaban todos
debidamente controlados. Y en base a ello, el interés más acuciante era poder
establecer recuas de seguidores o... ¡esclavos!, que sirvieran… ante la
evidencia del poder de uno o de unos, las tendencias de uno o de unos.
Y así, se fueron
repartiendo las disfrutadas muestras de poder; que, a su vez –claro está-, utilizaban el chantaje
para despertar, en los que aspiraban a algo más, despertar lástima e incluso
renunciar a ser esclavos, para pasar a ser hiper esclavos, con tal de que el
señor no se enfadara.
¿Libertad…? ¿Dónde?
Quizás, quizás al
verse tan dominador, tan controlador, tan esclavista, un día –¿un día?; cualquier
día- se dio cuenta de que… quizás –quizás, ¿eh?- había algo más que su especie,
la cual ya estaba rotulada, ya estaba rota, ya estaba fracturada por sus
intereses, sus gustos y sus querencias.
Pero la especie…
¡viva era! Y, en consecuencia, el dolor esclavo, aunque se convirtió pronto en
gustoso, en gustosamente masoquista, no obstante, había detrás y delante, y a
la derecha y a la izquierda, la necesidad de tener un cierto dominio, ¡aunque
fuera pequeño!... Al menos, dirigir y tener bajo su mando a un grupo de
hormigas a las que se pudiera matar o cocer o comer.
Pero quizás, quizás
por todo eso, se llegó a pensar –se llegó a pensar, ¿eh?- ¡que había alguien
más!
“¿Alguien más?”…
Y cada uno se decía:
“¿Alguien más que yo? ¿Alguien más que yo,
al que me deben pleitesía éste o aquél o el otro…?”.
El que más o el que
menos fue descubriendo sus pequeñas grandes esclavitudes. Fue descubriendo sus…
carencias. No todo estaba dominado, y sí que estaba, cada cual, dominado.
Y así que… en vista
de que pedir auxilio a las plantas, a los animales, a la tierra, al cielo, a
los de delante, a los de atrás, a los semejantes, no…
¡Oh!...
Seguramente, podría haber alguien ¡más poderoso! Seguramente se podría pedir… pedir
su auxilio; ¡reclamar su intercesión!
Sí. Había que
crear… había que crear alguna… ¿trampa... o consuelo…?
¡Ahhh!, ¡sí! Para
que, de esa manera, la queja de cada uno no se volviera contra el dominador, y
reclamara a “lo Poderoso”, a “lo Grande”, su ayuda: “Dios”.
¡Ah!... No era mala
idea.
Un bálsamo para el
oprimido, para el perseguido, para el juzgado, para el condenado. Un bálsamo
para el esclavo. También, un bálsamo de justificación para el poderoso, que
podía actuar ¡en su nombre!...
Tanto fue así el
éxito de la idea, que algunos se erigieron en dioses, al menos designados por...
por ellos: por los dioses; ante lo cual, estaba justificada cualquier
ignominia.
Las religiones
vinieron a confluirse con los poderosos, claro, y se hicieron poderosas. Pero
fueron el bálsamo ideal para ¡perpetuar!... el poder del padre sobre el hijo,
el poder de la familia sobre otras, el poder de un grupo sobre otro, el poder…
Cada uno tenía su
coartada. “En el nombre de Dios”, ¡claro!
Sí. Esta Llamada Orante
nos remite, en breves trazos, al estado en el que se desarrolla y se encuentra
nuestra humanidad. Que no es nuestra, por cierto. No hay “algo” que nos
pertenezca.
Sí. El Sentido Orante,
la Llamada Orante… nos llama hacia la percepción de nuestro ser y estar, como
revelándonos –como advertencia- que el continuar en ese sentido… nos hace
nefastos. Nos hace rapiña. Nos convierte en inquisidores… sordos a cualquier
otra llamada que no sea la propia.
El Sentido Orante
nos reclama nuestra participación en descubrirnos como comunidad viviente y en
alertarnos sobre nuestros comportamientos y maneras, a sabiendas de que ¡hay algo más!… ¡Y ese “algo más” se
expresa! ¡Y se expresa orantemente!...
Decía la plegaria: “En el nombre de Dios confío”…
Aparte de lo
impropio de esa sentencia, puesto que no sabemos su nombre –no precisa nombre;
es un Misterio insondable-, si el ser se hace consciente, simplemente mirando a
las estrellas o contemplando el perfume y la belleza recortada de una flor –sí:
contemplando el perfume, contemplando la sensación que experimento ante ese
perfume-…, si por un momento me sorprendo alabando la belleza de un amanecer o
de un atardecer, o si me desbordan las estrellas, ¡y en un descuido me siento
inútil, incapaz, insolvente!… rápidamente me recupero, y hay que mantener la
poderosa figura que, como siga mirando las estrellas y sintiendo la belleza, su
poder se va a ¡derretir!
Hay algo más.
Por aquello del
poder y la confianza, ¡hay “alguien”
más!
¡Qué soberbia!
Nos llaman a orar a
través del auxilio que precisamos, de la injusticia en la que el ser se ha
posicionado.
Nos llaman a orar a
sabiendas de que el auxilio es necesario. Y en consecuencia, la conversión es imprescindible.
Sí; una conversión
de una especie de un ‘masculinismo’ preponderante, que se convierte en algo
plegable, dúctil, sumiso, humilde y servidor.
¿Es mucho…?
Menos es
inadmisible.
Y si se tiene
dificultad para saber que hay “algo más” –saberlo en el sentido de sentirlo- y
que el auxilio es perentorio… ¿acaso no se derraman mágicamente, constantemente,
providencias, compasiones, misericordias, piedades…?
Basta fijarse un
poco –¡un poco!-, para darse cuenta de que esas instancias están ahí.
Quizás, por la
inmensidad de ellas, no se alcanza a ver. E incluso podemos pensar que somos
nosotros los que… ejercemos la compasión, la misericordia, la bondad…
Ahí… ahí –¡ay!- está
el Misterio insondable, el Misterio Creador que nos reclama con su oración; que
“nos evidencia” nuestra situación, a la vez que nos alienta ante la percepción
de su presencia.
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