La suavidad
25
de septiembre de 2017
Mientras lo duro, lo rígido, lo
quieto… se afanan en mantenerse, lo suave aguarda su ocasión. No es imperativo;
no es poderoso; no es estable; no es, nunca, igual.
Lo suave aguarda su ocasión.
Y en ello habría que preguntarse:
¿Qué… qué pie, qué mano ofrece el
ser… a la disposición, a la espera de lo suave?
¿Y qué confianza atenaza… y se
entronca con lo material, con lo concreto?
A veces, una ligera brisa de
suavidad envuelve una decisión, una propiedad, una posesión, para hacerla más… “elegante”.
No es… no es suficiente. La
suavidad implica, en su aceptación, una flexura, una blandura y adaptación… de
lo que se es, de lo que se sabe, de lo que se conoce, de lo que se hace.
A pesar de la razón voluntariosa,
de la lógica práctica, nuestra estancia en la vida es suave.
Sí es cierto que “en el nombre de” y
“con motivo de”, se bombardea, se ejecuta, se apresa, se castiga… Pero la
suavidad se desliza en nuestras más internas oscuridades: entre músculos, entre
las apreturas de los intestinos, entre las flexuras del cerebro, entre el batir
de alas del corazón y los pulmones.
Si no fuera por la suavidad…; si
estuvieran gobernados por la aspereza y el rigor… ¡falso!, y el dominio de
ideas radicales…; si no fuera por la suavidad, eso sería un roce áspero y
desesperado.
¡Sí! Y quizás por eso –nos advierte
el Sentido Orante-, quizás por eso, esas rozaduras de nuestras estructuras se
hacen heridas y se hacen sufrires: porque no hemos sabido suavizar nuestras
posturas; no hemos sabido seguir siendo fieles a nuestras palabras; se las ha
dejado por un comentario, por un “me parece”…
Y esas palabras, que iban a ser
testimonio de eternidad, se hacen duras y rígidas; dejan de ser blandas y
suaves.
El ser se individualiza, se
externaliza… y reclama su privacidad, su soledad y aislamiento, como si… de él
mismo dependiera la vida.
¡Qué… qué duro se ha hecho el
pensar! ¡Qué duro se ha hecho el creer! ¡Qué duro se ha hecho el aprender! ¡Qué
duro se ha hecho el creer!... Todo
ello en principio era suave, maleable, adaptable. Pero pudo más… el rumor; pudo
más la costumbre; pudo más la exigencia; pudo más la posesión. Y así, el ser se
hizo prieto y ¡pétreo!, pensando que esa era la verdad y su salvación.
Se acabaron las frescuras del
ventilar cada mañana. Se terminaron las limpiezas de… ¡remover todas las
estructuras! Ahora el ser se cierra; se ‘acortina’ cerrando sus cortinas; apaga
sus luces… y pone seguridad.
Aún… aún están las ventanas, aún se
aprecian las puertas…
Pero es preciso ¡modificar!; darse
cuenta de la postura inmóvil que se establece, que no es capaz de asumir la
suavidad.
Se sigue insistiendo en un vivir
estructurado, rotulado y ordenado, mientras… mientras la vida trata de mostrar
sus vaivenes de suavidades, de adaptaciones, de cambios, de vibraciones, de
cantos, de exclamaciones… Pero lo estructurado y lo rígido sólo se escucha a sí
mismo. Tiene sus objetivos, tiene sus mandatos, y de ellos no se mueve.
Lo suave no admite roces; no asume
golpes; no causa susto. Cuando se le deja estar… es complacencia, es ¡compasión!,
es revelación, es notar su ausencia.
Qué sería de nuestra visión, sin
las lágrimas: las que proporcionan la suave posibilidad del parpadeo. Qué sería
de nuestra boca… ¿Habría palabras, si no estuviera la suave presencia de la
saliva?
Que la esperanza… en la fe de la
suave Presencia Creadora, sea un móvil a tener en cuenta… ante el desarrollo de
rigideces, de posiciones y de posesiones.
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