LO CUANTIFICABLE Y LO CUALIFICABLE
Y el avance –¿avance?- de la
especie humanidad en los desarrollos más concretos, más prietos, llamados
“materiales”, especifica en número y en particularidad… lo que concierne a lo
que se puede vender, comprar, tener… Todo lo cuantificable. No lo cualificable.
Y lo cualificable se queda reducido a “generalidades”.
Y así, genéricamente, se dice que…
¡bueno!, que los húngaros son egoístas, o que los islandeses son… más bien ¡sosos!,
o que los de el Alto Volta son menesterosos…
¡Bueno! Y así podríamos generalizar… cuando se trata de
cualificar. Y entonces perdemos… o, más que perdemos, “no tenemos” calidades; porque se han quedado en “generales”: se ha militarizado lo no
cuantificable, y se ha dejado en… “¡Bueno…!”.
Esto, además, se presta a tener, “aparentemente”
–desde luego, no ciertamente-, una teórica cultura o conocimiento de ¡todo!
La Sugerencia Orante nos habla de
la opción de cuantificar y cualificar nuestros vivires, nuestras experiencias,
nuestras sapiencias… sin caer en generalidades o, a partir de ellas,
particularidades falsas.
El diseño humano tiene la capacidad
de cuantificar, cualificar y trascender.
Podríamos decir: “Mi padre es bajito, pero no tiene dinero”.
Cuantificamos así la figura del padre. Y la cualificamos genéricamente,
diciendo: “¡Pero es buena persona!”.
¿Y si la cualificamos
adecuadamente…? Diríamos: “Es una persona
con unas cualidades valorables, puesto que es humilde, es dialogante, es
colaborador, es afectuoso…”.
.-
¡No siga, no siga! Eso no existe –chiste fácil-.
Y luego podríamos trascender
diciendo: “Bueno, es… ha sido o es el
intermediario de mi identidad… o una parte del intermediario de mi identidad”.
La consecuencia de las
generalidades –la militarización del saber-… es que se hace un “prêt à porter”
para todo el mundo, y todos tienen que comer lo mismo, vestir lo mismo, hacer
lo mismo… Y resulta que cada uno es diferente, es distinto, y tiene cosas
semejantes o parecidas a otros, pero… su bordado, su calado, su actitud… es
distinta a la de aquel otro.
Con la cuantificación y la
generalización, la inmediata actitud es la vulgarización. Se vulgariza…
cualquier situación; y se le pone el sello que más duela o que más interese o
que más coaccione… o que más sirva a cualquier interés.
Fíjense ahora –por ejemplo- en las
noticias falsas, las fake news: ya tienen un espacio… que resulta ¡atractivo!
La verdad… o “la sinceridad” –para
ser más… más sentimental- no vende. Parece que no tuviera aplicación en nuestro
cotidiano convivir.
Así, se llega a la posición en la
que cualquier ser, según… –fíjense bien- según los intereses que se manejen –el
nivel de intereses que se manejen-, puede ser un virtuoso o un villano.
Es como la estadística: que se la
estruja, y nos da los números que queremos.
Esta situación, en niveles de…
interés, de manipulación, si bien corresponde a estratos digamos que
“influyentes”, no deja de ser –no deja de ser- una práctica común –fíjense
bien: una práctica común- entre los seres sin ninguna estratificación poderosa;
una estrategia común para… el informar, el compartir, el convivir… ¡Y cualquiera
puede elevar a santidad, a uno!, como otro puede colocarlo en “impresentable”.
¿Es que no es posible ecualizar
nuestras percepciones, y colocar, al ser objeto de nuestro estudio o de nuestro
comentario, bajo –al menos- el principio de inocencia –¡al menos!-, antes de
condenarle... por esto, esto, esto o aquello? Generalizado, claro. Vulgar,
claro. O antes de elevarlo a cotas inalcanzables. Generalizando también. Y
vulgarizando. ¡Pero lo más común es la destrucción! Común, común, común, común.
¿Y por qué es lo más rentable?
Porque el que maneja la destrucción de alguien, con sus comentarios, sus
chivatazos, sus sugerencias, etc., etc.: “No.
No es lo que parece. Ten en cuenta que… tal y cual”…
Esos comentarios –¿verdad?- ruines…
tienen mucho más éxito, porque el morbo es parte de la conducta actual humana.
Y hay un interés general –en estratos más potentes- en que se tenga la idea de
que todo es… ¡impresentable!; que nadie es justo; que ¡nada merece la pena!;
que ¡todos son iguales! Y cuando hay alguna excepción, rápidamente se busca la
cualificación que la destruya; porque, en esa excepción, se ve el ser y, al no
atreverse a ser excepción –que lo es, pero al no atreverse a ejercitarse-, opta
por destruirla.
Y así se van gestando los miedos,
las prevenciones, las dudas, las justificaciones… y toda una serie de cortejos
mini destructores, que colocan a cualquier ser, según conveniencia, en “una
piltrafa”. Eso, en el mundo cotidiano.
¡A qué punto ha llegado la
afectuosidad humana.
Y con esas características, ¡y con
esos bagajes!, ¿cómo encontrarse con una Llamada Orante? ¿Cómo presentarse,
cargado de chismes… sin chistera, con hollín de ¡mala chimenea!? ¿Cómo
presentarse con prejuicios, con dudas, con rabias…? Sobre todo hacia lo que más
se aprecia, con lo cual se termina despreciando, ¡claro!
Con ese bagaje, ¿realmente se puede
escuchar la llamada? ¿Se puede sentir la fragancia… de lo que nos aman?, ¿la
suerte de nuestra posición?, ¿los privilegios de nuestro entorno?... ¿Se
puede…?
¿O más bien… –¡ay!-… o más bien se
critica también el tipo de “llamada”, la forma en que la Creación nos advierte,
nos guía, nos sugiere…? Se critica porque “nos damos por aludidos”. Y, en vez
de agradecerlo, en vez de agradecer tan íntimo detalle personal, desde lo
Eterno, el ser ¡se revuelve!, se descompone –en el sentido de huida-… buscando
cualquier cosa que no suponga ningún compromiso, ningún ¡esfuerzo de avance!,
ninguna intención de cambio; quedarse ahí, membranosamente, con los seguros
prejuicios de siempre y las dudas de antaño.
Cuando el aliento del pensar… sin
prejuicios; cuando el hálito del sentir sin límites; cuando… la atracción, la
emoción, la admiración… y la ansiosa escucha, se hacen todas ellas presentes,
el ser se hace verso: “uni-verso”. El ser se transfigura y se configura en un
instante poético. Se desliza por los valles, las dehesas, las montañas o los
mares, levitando en sus… bellezas…
¡Ay!... Y no hay –no hay:
desaparecen- las dudas y las desidias. El ser se hace ¡pronto!, dispuesto, ¡alentado!
Se siente misterio. Se siente adorado. Y con ello, de inmediato adora y admira…
todo lo que le rodea. Y se admira más aún hacia quien le admira.
Es un estado de contemplación…
anhelante. “An…helante”.
Los suspiros y anhelos… se hacen
plumas de vuelo…, sin jadeo; con la sencilla naturalidad de la invisibilidad
del viento. Transformamos nuestra constitución, con una configuración de
figuras… que se ciñen al gozo; ¡al gozo complaciente de sentirse únicos,
singulares, creados, creativos!...
Confabulados momentos… en los que
el ser se ‘des-lastra’: pierde el lastre que le hace un ser de arrastre. Y, al
perderlo, se convierte en ligero, adaptable, sincero…
¡Ya!, resucita de lo muerto..., de
lo limitante, de lo prohibido.
Ya, transfigura su imagen y se hace
excepción…; se hace referencia.
Y con ello, los obstáculos se
diluyen.
Y a su paso, las dificultades
desaparecen.
Los cuidados del alma son…
imprescindibles. Que no se salpiquen… de la ignominia de… la egolatría…; que se
nutran… del poema de la fantasía…, del agua nueva…, y de una confianza sin
reparos: la fe ardiente del que cree… que es creado, y que se dispone a ser
creativo.
¡Eso es!
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