LA
LLAMADA ORANTE NOS RECLAMA EL DON DE COMUNICARNOS
4 de octubre de
2021
Se dice, en el Evangelio de San Juan –frecuentemente
citado-, que “en el Principio era la Palabra,
y la Palabra era Dios, y nada se hizo sin Ella”.
Con las palabras surgieron… las
comunicaciones. Y de ellas también nos dice, la Biblia, que una Torre de Babel
se erigió para alcanzar lo Divino, y que ésta se destruyó… por su vanidad, y
ahí aparecieron las miles de lenguas. Y ya no era fácil entenderse entre unos y
otros: cada uno expresaba su lengua.
Sin entrar en si fue así o no, lo
cierto es que cada comunidad humana establecida en diferentes espacios del
planeta, genera un lenguaje: la palabra. Y con ésta se comunica.
Y que dando un gran salto, llegamos a
las eras de las comunicaciones –en donde estamos-. Y dando otro gran salto
interpretativo, llegamos a la incomunicación.
Como si se hubiera producido una mutante.
Continuas leyes, artículos y
precisiones, esgrime la burocracia de los gobiernos para aclarar, para
puntualizar, para decir...
Como cabría esperar, la comunicación
cotidiana es tan frágil que…
Pareciera que cada uno está empeñado
en decir su versión, y en consecuencia, la escucha no es la mejor versión… puesto
que en vez de estar escuchando –aunque esté en silencio-, estoy pensando lo que
voy a decir.
Y es así como surge la confusión –de “confundidos”-.
Y en todo este vertiginoso mirar, ¿dónde
queda “en el Principio era la Palabra”?
Es como decir: “En el Principio era Dios, y ahora, en el Principio es... “hoy””.
Y la diferencia es sustancial. Entre
partir de una Fuerza Creadora, y partir de ahora, de hoy… casi un abismo
insondable.
Se hace valer aquel dicho que dice: “Donde dije digo, digo Diego”.
La desconfianza se hace presente, y
la confrontación también, puesto que cada fragmento comunicante reclama su
autoría y su certeza, que no coinciden con las otras. Con lo cual, es lógico la
desconfianza, la incertidumbre, puesto que lo que cada ser entiende es algo
diferente a lo que entiende el otro.
La resultante es que… o bien –o bien-
el decir es incompleto, impreciso, avieso… o bien la escucha es despreocupada,
indiferente… o bien, lo que decíamos al principio: se está pensando más en lo
que se va a decir que en lo que se está escuchando.
A esto habría que añadir los “tradicionales”
–llamémoslos así- prejuicios entre los seres: “Lo que diga éste vale;
lo que diga aquél, no. Lo que diga el otro lo tengo en cuenta; lo que diga aquél...
no”.
Así que son ‘multifactores’ los que
inciden en la incomunicación, en la era de la comunicación.
Y así, obviamente, cuando nos llaman
a orar –la Llamada Orante- podemos escuchar... ¡cualquier cosa! E interpretar…
cualquier otra. Y que quede como parte integrante del orante, lo que escuchó,
es ya más difícil aún.
La Llamada Orante nos advierte, nos
alerta sobre la necesidad de precisar la escucha, la palabra, lo dicho.
Atender a lo prejuicioso.
Dar… valor –y quizás ahí está un
punto importante- dar valor a la
palabra de cualquiera. En la medida en que valoramos las palabras del otro, así
se establecen los respetos. Y en la medida en que hay respetos hay convivencia.
Pero si se parte de bases ya crónicas, establecidas... de nada servirán los
interminables medios de comunicación.
Si en el Principio fue la Palabra, la
Llamada Orante nos reclama –puesto que somos parlantes-… nos reclama, lo primero,
la sinceridad. Y con ello, muy probablemente aparecerán las palabras. Y ese es
otro capítulo que también incide en la palabra:
“Voy
a decir esto, pero que no se note que me he callado esto otro”.
¡Ah!
“Cómo
contaría esto, recortando aquello, sin que lo uno ni lo otro participen”.
¡Oh!
Los vericuetos que se pueden hacer
son interminables.
Es similar, el grado de obstáculo, a
cuando se pregunta a alguien, a sabiendas de que lo que se le pregunta lo sabe,
y te dice que no lo sabe.
.-
¿Dónde vives?
.-
No lo sé.
.-
¿Cómo que no lo sabes?
.-
No, no lo sé.
En vez de decir: No quiero decirte dónde vivo.
A veces son cosas tan flagrantes como
ésas, que resultan como… ofensivas, irrespetuosas…
Pero… no olvidemos que estamos en la
época de la impunidad. Entonces, cada cual puede decir y expresar lo que ¡quiera!, no lo que debe expresar.
Pero lo grave es que cada cual no se
da cuenta de que, cuando él reclame y pregunte, le va a ocurrir lo mismo.
Pero aquí siempre aparece la ley del
embudo, por supuesto. Es decir: “yo exijo a los demás claridad y sinceridad,
pero yo no la voy a dar”.
Lo siempre famoso de: “Se ve la paja en el ojo ajeno, pero no se
ve la viga en el propio”.
Luego aparecen los famosos ejemplos… y
los recuerdos de aquél, y de aquello otro... y el barullo se hace presente. Y si fuera a resolver algo, ¡bueno!,
bien está. ¡Pero no!, no resuelve nada. Crea tensiones y… ¡más prejuicios!
La Llamada Orante de hoy nos conmina
a que, cada vez que expresemos –¡o antes de expresar!- recapacitemos lo que
vamos a comentar, a mostrar, a decir; comprobemos que lo que se ha dicho se ha
entendido. ¡Y da igual que sean cosas pequeñas que grandes!... Cualquier
palabra es grandiosa: depende de dónde se la coloque, quién la diga y en qué
momento, puede ser transcendental. Así que no vale decir: “No, es que en aquel momento, las palabras…; pero en estos momentos,
estas otras palabras… bajan de calidad”. ¡No! Ese es un prejuicio hacia la propia palabra.
De ahí que la Llamada Orante nos
reclame el ¡don! –porque es un don-
de comunicarnos; además, que podamos hacerlo con todo tipo de formas y maneras.
¡Qué ásperas y rudas se muestran las
comunicaciones, cuando las palabras son sentenciosas!, cuando el dicho es
dudoso, cuando lo transmitido es mentiroso.
¡Y qué suave, qué suave resulta la
palara, y qué bálsamo es, cuando se la siente conmovida, se la siente sentida,
se la siente sincera, se la siente motivadora, se la siente inductora, se la
siente intencionada! Y no solamente resulta suave, sino que resulta vigorosa. Resulta...
una esperanza. Resulta ser una promesa.
¡Resulta ser creer! Resulta ser –la palabra- creer.
¿Recuerdan aquella coletilla
religiosa que decía: “Palabra de Dios”,
y se contestaba: “Te alabamos señor”?
¿Cómo ha llegado la humanidad a irrespetarse
¡tanto, tanto, tanto!... que necesitamos notarios que den fe de lo que decimos y de lo que somos?
¡La Fe no la da ningún notario! ¡La
Fe es un acontecer extraordinario!... que emana de la Creación, y que se
compromete en las palabras cuando éstas son de sentida emergencia.
También ocurre que en ese hablar, en
esa palabra, con harta frecuencia, el que va a decir o a hablar, ya ha pensado por
el que va a escuchar…
“Eso
es… ¡Pibe! ¡Eso es macanudo, eso es increíble, eso es transfigurante, eso es
cuántico!”… –pongámosle un poco de humor-.
.-
Verás, te voy a decir algo, pero yo ya sé lo que vas a pensar, yo ya sé lo que
me vas a contestar.
.-
¡Entonces no digás nada, boludo! Si lo sabes todo, ¿para qué vas a decir?
Es frecuente que, como las personas
van sobradas de recursos, ya piensen y sientan y sepan lo que los otros… Aunque
no sepan ni sientan lo que ellos mismos piensan y sienten, sí saben lo de los
otros. Pero lo de “los otros”, ¡de todos!
.-
Yo ya sé lo que me va a decir en cuanto yo le diga tal cosa.
.-
¡Ah!, ¿sí? ¿Pero se la has dicho?
.-
No.
.-
Entonces ¿cómo lo sabes?
.-
¡Hombre! Porque le conozco.
.-
¿Y qué conoces…? ¿¡Qué conoces!?
¡Está bien hacer una prospección,
claro! Está bien hacer supo…siciones –que recuerda a los supositorios: supo-siciones-.
“Y supongo y supongo...”.
¡Espera, espera, espera! No pongas
nada todavía encima de la mesa. Muéstrate como eres, y si en verdad eres
sincero y no guardas ninguna carta marcada, se te escuchará.
Porque por muy maltrato que el ser
haga de las palabras, éstas tienen su ánima, sí. Y no las va a destruir ni las
va a hacer desaparecer la política, la filosofía, la religión… ¡no! Las podemos
maltratar –como así ocurre-, las podemos tergiversar, malinterpretar, sí, pero
están ahí.
Y cuando se decide usarlas con la
precisión de la que cada uno sea capaz, se escuchan. Pero ocurre que
habitualmente van contaminadas, precipitadas o tardías, o antes de tiempo.
Por tanto, el Sentido Orante también
nos impulsa y nos impele a creer en
la palabra. ¿Recuerdan?: “Una palabra tuya
bastará para sanar”. ¡Y es cierto!... Pero tiene que ser esa palabra con el
rigor, la armonía, el equilibrio, la belleza, la transparencia, la sinceridad y
el don de la entrega, la que tiene
que expresarse.
Y todos hemos vivido momentos en los
que esas palabras, o aquella palabra, o aquello que me dijeron, me conmovió, me
dejó… no ya pensando sino que, ya, quedó ahí. Y no lo olvidamos.
Nos dicen las últimas noticias de
nuestro genoma, que tenemos 8055 millones de letras.
¡Ocho mil? Muchas letras, ¿no? En
realidad, son cuatro letras o cinco –depende- y con ellas se construye un ser
humano. Pero son letras, son escrituras que hablan, porque al leerlas
interpretamos. Y podríamos decir –ya en este plano híper moderno-:
“¿No
es suficiente con ese número de letras, para decir las cosas claras? Porque si
todavía tuviera solamente cuatro letras o cinco… Pero ¿ocho mil…?”
–por cierto: “millones”-.
Es decir que nuestros recursos son...
¡guau! Para no repetirnos. ¡Y hay que ver lo que se repiten las cosas! Nuestros
recursos son inagotables. Necesitaríamos muchas vidas, o ejercitarnos como
eternos, para agotar todas las combinaciones que puedan gestarse en esa
información.
Pero todo está muy justo. Al decir “muy justo” quiero decir que todo está muy bien
colocado, en esas letras, para constituir un ser humano. Y en consecuencia,
también para leernos y expresarnos, debemos contemplar todo de lo que
disponemos para que lo que se exprese sea correctamente leído, correctamente escuchado,
claramente expuesto.
Sin suponer que el otro sabe, que el
otro conoce, que “creo que”, que “me parece que…”. No, no, no, no, no, no.
La adenina va con la timina, y la citosina va con la guanina. Y no pueden ir de
otra forma, como letras del alfabeto genético.
Y el uracilo –el quinto- para
transcribir. Y cuando hay algún error, la manifestación es muy significativa.
Y es así, igualmente, lo que ocurre
en el mundo, con la especie. Errores y errores y errores se acumulan, y dramas
y dramas y dramas se suceden. Y todo fue porque dijo que me dijo, que le dije,
que entendió, que no entendió, que aceptó, ¡que mintió!...
“Y
dijo Dios: Hágase la luz. Y dijo Dios...”.
O sea que la palabra le funcionó.
Creía en lo que decía, y eso creó.
Y si somos un modelo emanado del
Misterio Creador, sólo sabemos en base a “de lo que hemos sido dotados”. Y
siguiendo la comparación de nuestro código, se nos muestran infinitas formas de
expresarnos y de comunicarnos y de aclararnos… sin error.
Las palabras nos reclaman, para que
nuestras creencias ¡en nosotros mismos... y en lo que nos rodea!, puedan ser
viables. Podamos establecer una adaptación complaciente, realmente.
Y el creer en la propia palabra, y en
la del otro, nos hace confabularnos en proyectos, en ideas, en solidarias
convivencias.
PIEDAD...
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