¿QUÉ HE HECHO DE MÍ?
2 de diciembre de 2019
La humanidad, en
consciencia, atraviesa un delicado momento. Lo que podría pensarse: que, “por
evolución”, la consciencia se hiciera lo suficientemente amplificada como para
aspirar a una complacencia compartida, global, generalizada, no está siendo
así.
Sin duda hay
innumerables estratos, grupos, subgrupos… con diferentes catalogaciones de
consciencia. Ahora bien, hay un denominador común en todos ellos, bajo la
óptica orante.
En cada uno de esos
espacios de consciencia, basta con un sutil recuerdo o deseo o imagen... –¡sutil!-,
para dar un vuelco, a veces espectacular, a la consciencia, a propósito de
nuestro estar, nuestro ser, nuestro sentir…
Un sutil recuerdo
puede modificar nuestro ánimo y volverlo agrio o taciturno o…
¿Es así el grado de
inmadurez de la consciencia, hoy?
Y a ello se suma
otro factor que también es común –con su particularidad en cada grupo o
subgrupo- y es… la progresiva consciencia
indiferente.
Ese cuidado que,
por ejemplo, ahora se reclama como “mundial”, para cuidar el ecosistema, para
eliminar los plásticos, para el hambre en el mundo…, estos grandes slogans que
incluso son capaces de producir, por momentos, esperanza… luego, no tienen
recorrido, no tienen realización.
La consciencia se
desahucia y se hace indiferente.
Y en esa
indiferencia, las creencias se hacen cada vez más pobres, más dudosas, más
inseguras.
Y así es que
estamos en un tiempo de consciencia de humanidad, en el que lo más sutil –como
un recuerdo- derrumba, cambia, modifica… una consciencia con una cierta
estabilidad. Es decir: consciencia
inestable.
Y pareciera que,
como refugio ante la irrealizable proyección de los proyectos, se gesta esa
indiferencia que desesperadamente –aun siendo indiferente- endeuda las
creencias, las hace dudosas, inseguras: creencias
incrédulas.
El Sentir Orante,
resonando desde las creencias, nos hace ‘re-capacitar’
hacia ese recuerdo constante –olvidado-… de que “creer es hacer, lograr”;
que luego se convirtió en “creer es poder”.
Y desde él –desde
el Poder- no es posible la creencia. Combate a todas las demás.
La creencia no
destruye; crece.
El creer nos
orienta, nos aclara.
Y es desde esa
Creencia, con la vocación de los sentidos, ¡haciéndonos sensibles!...., es como
podemos salir de esa indiferencia en la que se secuestra el ser, sólo mirándose
hacia sí mismo o hacia su obra; gestándose indiferente hacia su entorno; y,
dándose o sin darse cuenta, ¡descuidando su naturaleza!, su imagen, su ejemplo.
Semejante a las
fotografías derretidas con el paso del tiempo, que contemplan… esa cara
infantil, y esa cara de adulto ya surcada, ¡hinchada!, ¡inflamada!, ¡tosida!…
Se busca el reclamo…
¡Se busca el reclamo de decirse!:
“¿Qué he hecho de mí?
¿Qué he hecho con mis recursos, con mis sapiencias?
¿Qué he hecho de mí, que me hago indiferente y egocéntrico
ante mis influencias…? Pero desprecio… desde mi propia presencia hasta todo lo
que me rodea.
¿Qué he hecho de mí? Que se me dieron los recursos, los
medios, las influencias, las lecturas, los cantos, los sueños –¡ay!-, los
hechos…
Es lícitamente
urgente hacerse esa pregunta: ¿Qué he hecho de mí?
¡No vale!... –no
vale, no- no vale acusar al otro. No vale responsabilizar a aquél o a aquello.
Cada uno debe asumir ¡lo que él vale!...
Y al decirse y
preguntarse qué he hecho de mí, no es válida la opinión de aquel o del otro. Es
mi sincera “respuesta-consciencia” la que vale,
la que me reclama, ¡la que me puede exigir!
Salir de esa
indolente actitud de “sin importancia”, de “indiferencia”.
Y estando al límite
de esa creencia, de ese mínimo interés hacia el entorno, ni siquiera evaluar
nuestra incidencia, por aquello de: “así
soy”… “así me tienen que aceptar”…
¡Imposiciones
vacuas de la indiferencia!... que, al sentirse incapaces de identificarse con
sus propuestas, tratan de igualar a todos los demás con su misma actitud. Que,
sin duda, tiene motivos para contagiar.
Y en esa inestable
consciencia, que se expone a lo más sutil para ¡descabalarse!, para
descomponerse…
“¡Ay!... ¡Pero si hace apenas segundos, sonreías…! ¿Qué
ha pasado? ¿Qué ha pasado por tu cabeza? ¿Qué ha pasado por tus manos? ¿Qué
aliento extraño te ha llegado? ¿¡Qué poca fe en lo que eres ha germinado!…?”.
Y pareciera –porque
así es- que los recursos se diluyeran. Y una noticia, un rumor… –¡da igual!-
conduce a un desencanto, a una rabia, a una tristeza, a una ¡pena!, ¡a una
incapacidad!...
“¿Qué
he hecho de mí?”.
Y ¡claro!, claro
que la multitud lleva ese camino. Así que es fácil que, al mirar al entorno,
encontremos la misma actitud de desconfianza, de desatino, de desaire. Y lo que
hoy parecía cierto, ahora es dudoso “porque aquel dijo”, “porque aquello se
mostró”, “porque…”.
Porque la falta de
fe ha sido severa. Porque la falta de fe es reclamante: quiere realidades
materiales. No le basta con un suspiro o un beso, o un aliento o una sonrisa. ¡No!
¡Exige!… –¿qué clase de fe es ésa?- exige poseer, tener, controlar, ¡dominar!
Y así se debate la
consciencia: entre la inestable fe –supeditada a cualquier incidencia-, con la
trémula creencia… y la indiferencia. Una trinidad inquietante.
La oración nos
demanda, desde las entrañas del creer, desde los escondites de la indiferencia,
el sentir desde los minúsculos corpúsculos de la Fe, el confiar.
Si ¡en verdad!...
soy un ser producto de una inspiración, si en verdad estoy dotado de recursos
para la realización, si en verdad hago comunión –imprescindiblemente- para ser,
para sentirme ser, si en verdad la creencia es mi anuencia hacia la apertura de
lo desconocido, hacia la sintonía con lo Misterioso, si en verdad soy todo
ello…, debo tenerlo en presente, en consciencia.
Mi referencia y mi
guía es la Creación. Soy súbdito, y no esclavo. Soy servidor, y no servidumbre.
Soy cuidado y orientado, y me dotan de referencias para que iluminen mi camino.
Y, así, ser obediencia de vida.
Se me pone en evidencia
que no soy un centro en el que todo lo demás gira a mi antojo. Se me aclara, en
la cercanía, que lo creado no ha sido pensado sólo para mí, sino que abarca un
impredecible acontecer, un increíble futuro.
Y con lo increíble
renace mi fe, mi sensibilidad, mi creencia. Porque me capacitaron
creadoramente para asombrarme, ¡sí!, para adorar, ¡para impresionarme!, para
dejarme guiar. O ser guía de luceros y estrellas, que no de egolatrías o
idolatrías, de mentiras con apariencias de lucidez… ¡Ay!... ¡Ay!
Que no sea… ¡que no
sea yo el que deje de ser quien soy! Que la Providencia así no me quiere, así
no me reconoce.
Y al preguntarme
qué he hecho de mí, recorra, recorra y recorra una y otra vez mis baches, mis
ascensos, y me descubra en mis auténticos afectos. Esos afectos, esos amantes
momentos… ¡que son los que sí hablan de mí!, que son los que sí me regocijan
como ser creado, y ensalzan lo creado que me rodea.
Si sé que no soy de
mí, con más hincapié he de preguntarme: “¿Qué
he hecho de mí?”. Pero sin esa consciencia crónica ¡de desespero, de
tragedia y de drama! Ya es conocida. Ya debe ser desahuciada. Más bien, con una
consciencia de ser inocente, de ser perdonado, ¡de estar cuidado!, de saberme ¡amado!
Sí, la peste de la
tragedia dirá: “¡Ah!... ¡Qué bien te
valoras! ¡Qué dulce eres contigo!”.
Mas no es así. El
amor es riguroso, complaciente y complacido, mas no es vanidoso.
Y pareciera, en
este hincapié de, en consciencia, evaluarme de otra manera, pareciera que nunca
amanece, ¡y pareciera que se retrasa la llegada de la luz!
Pero, ¡ay!, ¿cuántas
veces no he seguido el “material sentido” de mis sentidos, y he sido
traicionado? Y no he seguido la ilusión de mis sentidos, que enarbolan lo
imposible. Y ésos no me han traicionado.
mMMaAAAAAAAAAAaammm
mMMaAAAAAAAAAAaammm
mMMaAAAAAAAAAAaammm
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