jueves

Lema Orante Semanal



Una Piedad Compasivamente Enamorada
12 de febrero de 2018

Mientras permanecen –habitualmente- separados los entendimientos, razonamientos, comprensiones, de los sentimientos, emociones, afectos…; de los haceres, quehaceres, deberes…; mientras permanecen así, en barreras de territorios diferentes, es fácil que se trate de hacer un sentir; es fácil que se trate de razonar y explicar una emoción…; es fácil que una emoción se quiera construir…

Y esas distonías –fuera de tonos- no son melodías. Constituyen roces, heridas, fracasos, culpas, manías, rencores, y un largo etcétera de autoagresiones.

 Todo es debido, probablemente, a que no es, el ser, una entidad dicotomizada, tricotomizada, cuatricotomizada. No. Es una unidad. Pero, sin duda, la aparición de las jerarquías, los poderes, los ejercicios de mando y las voluntades –las primeras y las últimas-, se fueron haciendo ¡potentes!, y en esa medida se establecieron códigos, normas… que hicieron que el ser rápidamente se orientara en cómo hay que vestirse, cómo hay que sentarse, de qué manera hay que comportarse ante Pepe, Juana o Antonio, ante el rey, la reina o el paje…

¡Ah, sí! Para representar todo eso –y estamos cerca de ello- aparecieron las máscaras: las más caras representaciones del ser humano.

Las máscaras –que luego dieron lugar a… el carácter- representan una mala ficción. Sí. Porque… es posible –y de hecho ocurre- que a veces se cae la máscara, se derrite la máscara, suda la máscara, se rompe la máscara… Y, claro, detrás de la máscara ¿qué hay? Una cara; una cara que tiene poco que ver con la máscara.

La máscara es como un gran chicle pegado en la cara; que, como está pegado, al mover la boca para hablar o algo, se extiende y se queda… –cuando está seco- se queda duro y deja una muesca facial.

Y así, entre muescas y muescas faciales, las personas –con máscara o sin máscara, con chicle o sin chicle- se van mostrando… o van enseñando su prêt-à-porter.

Esto, indudablemente –como vemos en la especie-, produce una ligera confusión, sí, porque normalmente no hay acuerdo cotidiano en decir:

.- ¿Qué máscara te vas a poner hoy, cariño?

.- Hoy me voy a poner la de Cyrano de Bergerac. O no. Hoy me voy a poner la de Sir Winston Churchill.

.- Oh, no. Yo, de Vanessa Redgrave.

No, no hay… Entonces, cada uno se pone su… Dice:

.- Hoy estoy testosterónico. Me voy a poner la máscara de Superman, ya verás.

.- Hoy estoy muy estrogénica, entonces me voy a poner la de Lili Marlene.



Algunas pegan. Algunas parece que pegan, pero otras no pegan nada:

“¿Y esta cara de póker de este sujeto, de dónde viene? ¡Si no sabe jugar al póker!”.

Y es verdad. Y claro, descubierto, tocado y hundido –es un decir, del juego ése de A4, A3… del barquito, que todos seguramente conocen-.

Claro, cuando te sientes descubierto, pues… –¡ay qué pena!, ¿no?- pues puedes pensar: “Qué pensarán de mí, y qué dirán de mí, y ahora qué máscara me pongo…”.

¡Claro! Siempre tienes el recurso de decir:

“No, no, no, no. No es lo que tú piensas, es lo que yo pienso. Yo no tengo careta, yo tengo… mofeta”.

No se sabe. O sea, hay un barullo en las caras, enorme, y un barullo en el cuerpo también, porque adopta posturas de antifaz.

¡Ah! ¡El antifaz! No es una máscara, pero es un antifaz. No es un antifaz, pero es una máscara. Es decir, el antifaz es el que trata de eludir la vistosidad de los ojos y la expresión de los ojos.



Quizás vamos muy rápidos. Tendremos que enlentecer esta oración, no vaya a crear un barullo innecesario y luego se diga que no se entiende.

¡Pero es que la oración no hay que entenderla! Hay que entenderla, sentirla y vivirla. Las tres cosas a la vez, pero en una sola. En una sola.

No: “Yo entendí esto, sentí aquello, pero voy a hacer lo otro”. No, no. Es una sola cosa. Sales, sales, después de la oración –teóricamente-, con una idea, con un proyecto, con una sensibilidad, con un… ¿eh?, distinto. ¿Ah? No puedes salir diciendo: “Bueno, a ver. Pásame el archivo, dame el pendrive…”.

No. Eso es muy sexi, muy sexual, muy andrógino, pero se nota que no ha pasado por ti, nada. O sea, ¡se tiene que notar!...

Bueno, si no se nota es porque uno, pues eso, se ha puesto la careta antes de entrar, y se pone otra careta al salir. Eso es lo que se llama “caras duras”. Caras duras. No podemos decir “comida escasa”, porque después de la cena de anoche nadie puede decir que la cena es escasa.

¡En fin! El Sentido Orante de hoy pretende crear un clima –no un clímax, un clima- que… –y es lo que nos quiere decir- un clima en el que… ¿por qué no se intenta que los afectos, emociones, atracciones, simpatías, amistades, no sean tan frágiles, ¡tan débiles!, tan… rompibles? Por una parte.

Por otra parte –por seguir con las tres categorías- intenta, el Sentido Orante, advertir de que el entendimiento, el conocimiento y la sabiduría ¡están bien!, están bien, pero… cuando se aplican a un tiempo de oración, se deben plegar a un estado de consciencia; se deben convertir en una amplitud de miras; se deben trasformar en una escucha obediente.

Y el hacer, el hacer… es el hacer del cuerpo en su totalidad; de la estructura que escucha, que siente, que piensa. Es un hacer… que no ejecuta, que no obstruye, pero es un hacer.



Es cierto que hay cosas que… –o palabras o temáticas- que a algunos les impresionan más que a otros, que unos necesitan más que otros. Pero, en el Sentido Orante, si acudes a la llamada orante es porque… lo necesitas; si no, no hubieras acudido. Sí, es probable que te hayan traído. Como hoy: todo el mundo ha venido. “Hay más gente que en la guerra” –es un dicho popular-.

Sea porque te hayan traído, o sea porque lo necesites… no trates de analizar su contenido “ahora”. Trata de vivir globalmente, con todos los sentidos, lo que te impresiona. Habrá tiempo después… para dar cauce a esa impresión y analizar su transcendencia. Pero, en el momento orante, el ser es una patena, un papel fino y transparente, sin… sin nada escrito; sin nada previsto.



Una nube presagiaba tormenta. Otra indicaba “próximo tiempo, despejado”. Y otra, adornaba. Juntas se mostraban en el cielo. Y el hombre las contemplaba, mientras hacía sus cábalas de si llovería o no, de si era un fenómeno de frío o de calor que había condensado mayor o menor…

Trataba de adivinar cuál era el sentido de las tres, o de cada una de ellas –de las tres nubes-.

Y razonaba y pensaba y miraba… Trataba de imaginar. Sobre todo, pensaba; pensaba mucho.

Y ¿saben lo que hacían las nubes? Las nubes transitaban in-di-ferentes. No prestaban ni la más mínima atención al hombre que las contemplaba. Es más, no tenía ningún sentido para las nubes.

¡Qué decepción!, ¿verdad? El hombre tan preocupado por saber cuál era la identidad de cada una de ellas, y ellas, indiferentes como damiselas que están por encima del bien y del mal, y que van dejando los despojos enamorados por los caminos.

La conclusión que podemos sacar de este mini relato es que las nubes son ¡malas!, ¡irrespetuosas!, ¡impresentables!

Uno, tan preocupado de si va a llover, si no va a llover, si es un adorno, si no es un adorno… Y ellas, ¡hala!, transcurren... y se van o se quedan, o llueven o no… Les da exactamente lo mismo.



Había una vez… un espacio de tierra, y allá que fue el hombre, con su azadón, para hacer un surco y plantar su semilla.

Palpó la tierra y le dio el visto bueno, como si ella necesitara el visto bueno. Miró sus semillas y pensó que eran buenas, y allí que las echó en el lecho, las cubrió suavemente con la arena, con la tierra, y regó… y esperó.

Y un día hizo mucho sol, otro día hizo mucha lluvia, otro día hizo mucho frío…

¡Hay que ver! Como si… como si no se diera cuenta el sol, el frío, el agua, de que ¡ese hombre había sembrado! ¡Qué desfachatez!

Pasados los días prudentes, de aquel sembrado nada brotó. El hombre maldijo la tierra por ser tan indiferente, ¡tan poco agradecida! Y la tierra lo escuchó, sí. Y la tierra pensó: “¿Y éste quién es? ¿Acaso me debo yo a él? Me ha pisado, me ha clavado sus instrumentos, me ha llenado de semillas… ¿Ha contado conmigo? ¡Y ahora me maldice!...”.



Y érase una vez un navegante que iba con su nave y su vela, y se desplazaba hacia un lugar. Tenía prisa por llegar. Todo empezó bien, con una suave brisa que impulsaba su bote. Pero poco a poco la brisa cesó y, a la vez, las corrientes de las aguas se hicieron virulentas, sí, cambiantes. No había forma de corregirlas con el timón. Y el barco, la nave, iba hacia un lado o hacia otro sin mucha precisión.

El hombre tenía prisa. No sabía exactamente qué hacer, así que, en base a que apenas si había viento y las corrientes eran poderosas, sacó sus remos y se puso a remar.

Nada pudo corregir con sus remos. Las corrientes eran tan caprichosamente fuertes que el barco fue a la deriva y terminó encallado en una extraña orilla que nada tenía que ver con el sitio donde quería ir.

El hombre enfureció, embraveció, maldijo a los cielos, a los vientos, a las aguas… Encima le dio alguna que otra patada a la nave.

Cuando todo acabó, volvió a aparecer la brisa, las corrientes se tranquilizaron…

Como si nada hubiera pasado.



Parece ser que estas tres pequeñas historietas, nos muestran cómo el hombre se siente en una posición ¡tan prepotente!, ¡tan insolente!… que no contempla la posibilidad de hablar con el viento, de palpar las corrientes, de acariciar la madera de la balsa, de la nave…

Alguien –culturas, religiones-… ‘álguienes’ les dijeron a los hombres, como especie, que todo estaba ahí para servirle, pero no les dijeron… –nadie- que había que hablar con los servidores; que había que establecer algunas sintonías.

Y ya lo intentaron los chamanes, con sus ritos, sus cantos, sus danzas y sus presagios, pero la mayoría de las veces –la mayoría de la mayoría- con la preponderancia de… el hombre.

“Punto central de la historia”.

Y he aquí que, la mayoría de las veces, los servidores no obedecían como el hombre quería, así que… como llegó a decir un famoso prócer que vio empañada su batalla por un terremoto. Optó por expresarse diciendo: “Si la naturaleza se opone, ¡lucharemos contra ella y haremos que nos obedezca!”.

Era premonitorio.

Sí. El hombre optó por doblegar, dominar, controlar, manejar, manipular, cualquier fenómeno natural en el que él estuviera implicado.

Y, al menos aparentemente, en cierta medida lo ha logrado. Solamente “en cierta medida”: en la medida en que el sirviente, el servidor –este lugar del Universo en el que asienta-, ¡no por su impetuosa violencia!, sino por designios misteriosos, obedeció. Obedeció la tierra, obedeció el viento, obedeció el mar… Obedecieron, como si reconocieran que el hombre era el… el verdadero elemento, y se creyera que había domesticado la tierra, los cielos, los mares, los ríos…; aunque de vez en cuando los planes no salieran bien, porque algún terremoto, algún volcán…

Pero, ¡bueno!, como ya había estratos sociales lo suficientemente importantes, esos desastres afectaban más a los desheredados, a los pobres, a los miserables.



Y he aquí que, en base a su agricultura, a su pesca, a su caza… la especie se sintió plena, realizada y domesticadora. Y en consecuencia, inició un segundo proceso que era domesticar, controlar y dominar a la propia especie. Así que se encargó de establecer dinastías, ordenanzas, poderes… Y unos quedaban en un sitio, otros quedaban en otro…

En definitiva, esclavizó a su propia especie; de diferentes maneras, de múltiples formas.

Así que la esclavitud, de múltiples formas y maneras –repetimos-, algunas tan sofisticadas que parecen encantadoras relaciones…

Y bien. Se estableció esa relación de esclavitud, que hoy –por supuesto- permanece, y que le da a la especie y a cada miembro –en genérico; hay excepciones, por supuesto-… le da la sensación de que domina, que controla, que sabe:

“¡Ah! Si yo ya conozco a éste, ya conozco a aquélla, ya sé quiénes son ésos. ¡Ah!, ya sé quiénes son aquéllos…”.



No obstante, a pesar de ese poderío, faltaba algo. Sí. Aquellas religiones, aquellos dioses, aquellas plegarias… confundían al ser; porque, por su saber, sabía que estaba en un universo infinito, cosa que no cabía en su cabeza. Y por ello secuestró la tierra y secuestró información; secuestró puntos de vista, secuestró maneras de vivir, etc., para que todo el mundo sintiera y creyera que la vida era así: un secuestro y una esclavitud permanente. Que las estrellas estaban de adorno, que la luna salía para divertirnos y que el Universo, en general, era una ofrenda que nos hacía la Creación por lo magníficos que somos.

Y vieron que era bueno. Y como la humanidad vio que era bueno eso, así siguió y así sigue.



¡Ah!, ¡eso sí, eso sí! Cuando algo no sale bien y no hay manera de… a unos les da por decir: “Oh, my God!”. Y con eso parece que arreglan algo. Otros dicen: “¡Ay, Dios mío!”. Otros se ponen a rezar lo que recordaban: un padrenuestro, un avemaría, una salve… Otros no saben ni rezar, pero imploran a lo desconocido para que los linfoblastos no sean tan blastos, y se cure y mejore… ¡o que cambie el tiempo! Depende de lo que se necesite en ese momento: “Porque estoy en el hoyo 14 y está lloviendo, ¡y así no se puede jugar al golf!”.



En todo esto, es posible pensar, sentir; y, en base a lo que se hace, es posible darse cuenta de que quizás, quizás, quizás, se ha avanzado…

Es decir, no se ha avanzado… ni poco ni mucho. Pero en el terreno de la cúpula esclavista sí se ha avanzado mucho. Pero en el espacio del ser, aquel que se siente unidad con la Creación, aquel que se siente sumiso ante ella, aquel que decide hacer de su vida un servicio humilde, con una sonrisa complaciente, en esos sentidos, muy poco se ha avanzado.

Y es lo que reclama como sugerencia la oración, hoy.

Abandonar esas relaciones esclavistas de categorías y mandos. Descubrirse como una peculiaridad, sin duda insólita, dentro de la vida, en la Creación. Y darle la categoría de Misterio. Asumirse como una unidad, no como partes troceadas.

Disponerse a servir como una expresión vital, libre, ¡liberadora! Porque no se sirve a un señor o a un poder o a un… ¡No! Se sirve a una Creación, como expresión de lo Creado.

Y ahí se volcará el ser en su creatividad, en sus afectos, en sus bellezas, en su arte.

Y, ante la llamada orante, se sentirá complacido, complaciente… sabiendo que de ella emana el modelaje de su ser. Sabiendo que de ella proceden las sugerencias de su estar.

Que no le llaman para un castigo; que no le llaman para una reprimenda; que no le llaman para un insulto. En todo caso, le llaman para un permanente indulto que le permita caerse y levantarse una vez y otra vez y otra vez y otra vez… ¿Hasta cuándo?



Así, La Piedad es el mejor regalo que podemos percibir, cuando una y otra vez se nos permite redimir.

Y es el regalo que continuamente nos ofrece la Creación: una Piedad Compasiva.

¡Una Piedad compasivamente enamorada!... Que, con tan solo aquietar la mente, el cuerpo y el ímpetu, es posible sentirla.

Y con ello, proseguir nuestro estar… sin la obligada caída; sin el necesario reproche.



Piedad compasiva enamorada











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